_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Transgénicos y biodiversidad: luces y sombras

Desde que la vida existe en este planeta, unas especies han ido apareciendo y otras se han extinguido. Cada una de las 14 millones de especies que hoy existen, en media, ha costado a la evolución unos cinco millones de años. Se calcula que una tasa de extinción natural, y por tanto sostenible, estaría en torno a tres especies al año. Pero, el ritmo al que desaparecen las especies en los últimos años es mucho más acelerado. Tanto que no sólo se ven amenazados los servicios que la diversidad de lo vivo aporta a nuestro bienestar sino también nuestra propia subsistencia. Merecen estudiarse soluciones viables a este problema. Una de las soluciones posibles podría venir a través de la agricultura transgénica.La destrucción de hábitats está entre las causas que afectan más negativamente al mantenimiento de la biodiversidad y una de las vías más drásticas es a causa de la agricultura. Sin embargo, la agricultura transgénica puede ofrecer una mejor perspectiva. Veamos, en primer lugar sus beneficios y luego sus posibles riesgos o desventajas. En cuanto a los beneficios, el principal es la obtención de plantas de cultivo más productivas. Cultivos mejores harían posible reducir el número de hectáreas cultivadas y la cantidad de herbicidas y plaguicidas. Otro beneficio sería la posibilidad de poner en producción, áreas y regiones marginales, paliando así las consecuencias de la sustitución masiva de bosques y otros ecosistemas maduros y diversos.

En cuanto a riesgos, los trabajos científicos no aportan datos negativos de la agricultura transgénica que vayan mas allá que los efectos causados por la agricultura moderna convencional. Tanto en Estados Unidos como en Europa, el uso de transgénicos y sus derivados ha sido un hecho desde hace varios años. Durante este periodo no se ha tenido constancia de ningún efecto negativo de la agricultura transgénica sobre la biodiversidad. Los datos disponibles sobre flujos genéticos e hibridación muestran que las plantas transgénicas no son genéticamente más temibles que las mejoradas por selección convencional. Evidentemente no todas las hipótesis posibles han sido contrastadas y, en relación con virtuales impactos negativos, hay aspectos que merecen atención. Uno es el de los estudios regionales específicos. La introducción de un cultivo transgénico en una región puede tener efectos distintos en función de las características de la planta transgénica y de la flora regional. No es lo mismo si la planta transgénica encuentra allí parientes próximos con los que hibridar que si éstos no existen. No es probable que los híbridos transgénicos presenten ventajas selectivas, pero puede ocurrir. Asimismo, merecerían estudiarse las consecuencias ecológicas de la introducción de un cultivo transgénico en una región donde la variedad de cultivo convencional no fuera viable por razones ecológicas -aridez o frío, por ejemplo.

Por último, también en el lado de las reservas, un tipo de planta transgénica cuyo comportamiento en cultivo debe ser estudiado en varias generaciones es la modificada para resistencias a virus, insectos, etcétera. En estos casos, podrían aparecer, por recombinación, nuevas resistencias o nuevos tipos de virus.

Así, pues, en el platillo de los riesgos, aunque hay situaciones que merecen análisis pormenorizados, no hay pruebas claras de efectos indeseables. Sin embargo, es evidente que se produce una notable desconfianza social en torno al uso de los transgénicos. Es probable que ello tenga que ver con al menos dos factores. Uno es el hecho de que el ciudadano teme que se produzca en la investigación sobre riesgos un sesgo a favor de los intereses empresariales implicados económicamente. Por ello, éste sería un claro ejemplo donde la financiación pública garantizaría la neutralidad del proceso.

El otro ingrediente en la desconfianza social podría ser el miedo a lo desconocido, unido a hechos accidentales o delictivos que han generado serias frustraciones en el ciudadano. Para enfrentarse a esto quizá fuera conveniente incrementar el esfuerzo en educación, pero también propiciar la permeabilidad de la cultura científica hacia los ciudadanos, estimulando en el entorno académico las tareas de divulgación y paralelamente estimulando en los medios públicos de comunicación la presencia de este tipo de contenidos.

Ana Crespo es catedrática de Biología Vegetal en la UCM.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_