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Tribuna:LA SITUACIÓN EN EL PAÍS VASCO
Tribuna
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Resistencias

Josep Ramoneda

Le pregunté una vez a Kepa Aulestia si ante una situación de dictadura como la que le llevó, en su momento, a militar en ETA repetiría la experiencia. Me contestó rotundamente que no. Y me dio un argumento nada coyuntural: cuando una organización de este tipo comete el primer asesinato entra en un espiral -el de la acción-reacción-acción- en que la violencia se impone y acaba siendo dueña de todo: de la ideología, de la estrategia y de la propia razón de ser. El proceso de aislamiento ideológico y social de ETA ha sido muy lento y en ello ha tenido mucho que ver la aureola que tuvo en el antifranquismo. En la lucha contra la dictadura, ETA no sólo gozó de la solidaridad de casi todas las familias de la resistencia -aun reiterando la discrepancia en los métodos- sino que había cierta admiración por el coraje y atrevimiento de sus militantes. Es más: del rey abajo, sigue siendo opinión bastante extendida que sin el asesinato de Carrero Blanco todo el proceso de transición habría sido más lento y complicado. Muchos de los que fuimos entonces solidarios con los etarras, estábamos convencidos de que con el fin de la dictadura ETA se disolvería probablemente, porque desconocíamos la lógica de la violencia de la que habla Kepa Aulestia.Cayó la dictadura, se aprobó la Constitución, se puso en marcha el Estado de las Autonomías y ETA siguió. El respeto al mito hizo que hubiera mucho margen a la comprensión. Y que algunos siguieran pensando que si ETA lo hacía sus razones tendría. Fueron necesarios muchos crímenes para que la benevolencia se acabara. En Cataluña, por ejemplo, no fue hasta la masacre de Hipercor que cayó definitivamente el mito ETA. Hoy quedan muchos sectores todavía seducidos por la equidistancia: ni con ETA ni con el Gobierno. Puede que pesen los ecos de cierta nostalgia, pero las razones principales ya son otras: el deseo de reducir el problema a una cuestión que no nos afecta al resto de españoles y la incomodidad de encontrarse alineados en el mismo lado que el Gobierno del PP.

La suma de estos factores se traduce en una falsa evaluación de la gravedad de la cuestión etarra. Es efectivamente en el País Vasco donde se viven más cotidianamente las consecuencias del hacer totalitario de ETA y sus sumisos adláteres civiles, en una situación en que no están garantizadas las libertades de las que goza el resto de España. Pero la incapacidad -o la falta de voluntad- del PNV para asumir sus responsabilidades (el propio PNV había hecho creer que una vez en democracia desde el Gobierno vasco resolvería el problema) y la capacidad de contagio que el terrorismo posee (extendiendo a toda la sociedad el miedo y la confusión) hacen que, en ningún caso, el problema se pueda leer estrictamente en clave vasca. Hacerlo equivaldría a condenar a su suerte a más de la mitad de los ciudadanos de Euskadi (muchísimos más si hablamos de la mítica Euskal Herria, territorio supuesto del "ámbito de decisión vasco"). Y asumir que la democracia española quedase definitivamente debilitada por cesión al chantaje terrorista.

Si se adquiere conciencia de la gravedad moral y política del problema, el prejuicio de evitar la compañía del Gobierno del PP se convierte en irrelevante. ¿Acaso los resistentes de la izquierda francesa tuvieron algún reparo en aliarse con el general De Gaulle contra los nazis? El problema, por tanto, es reconocer la envergadura del envite. Por la naturaleza de ETA -que no conoce otro modo de existir que la violencia-, por la pérdida de la normalidad civil en el País Vasco, y por la inaceptabilidad de un fin que sólo pretende imponerse mediante las armas. Si esto se reconoce, el fantasma del frentismo se desvanece. Se trata simplemente de defender las libertades, lo que en la situación del País Vasco, y dada la confusión y falta de autoridad del Gobierno, se convierte en resistencia a la ocupación del país por estas formas de neofascismo. La verdadera tradición resistencial es la que sabe dónde está amenazada la libertad y actúa en consecuencia. Por eso, resulta pusilánime el argumento de la prudencia. Salir a ganar la calle a los violentos puede conducir a la confrontación civil, dicen. ¿Qué hay que hacer, entonces? ¿Resignarse y encerrarse en casa porque la calle es de ellos?

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