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Alfredo Corrochano JOSÉ ORTEGA SPOTTORNO

Este periódico no ha resaltado bastante, con ocasión de su muerte reciente, la valía personal de mi amigo Alfredo Corrochano, que fue e1 brevísimo primer cronista de su sección taurina. Por el contrario -aparte una correcta nota necrológica-, Eduardo Haro Tecglen, en su columna habitual, le ha dedicado afirmaciones graves e injuriosas con el agravante de proclamarlas a un difunto. Afirmaciones gratuitas que lamento profundamente con la única esperanza de que el lector avisado las olvide. Ricardo Corrochano, nieto del difunto, salió al paso de ellas en una "Carta al Director", que éste publicó íntegra como era menester.A Alfredo Corrochano se le recordará como un buen torero, famoso por sus pases naturales con la muleta en la mano izquierda, que muy bien podría haber descrito su padre, don Gregorio Corrochano, el famoso cronista de toros -aunque tengo entendido que lógicamente no reseñó ninguna lidia de su hijo- con las mismas palabras que empleó para describir los de Juan Belmonte en una corrida de 1915. "Esos pases inmejorables, o mejor dicho inimitables..., enormes..., esos pases naturales, lentos, largos, rematados llevando al toro hilvanado en los vuelos de la muleta". El oficio de Alfredo como cronista taurino, al que yo le animé y casi le obligué cuando preparaba el nacimiento de este periódico, duró muy poco -dos o tres reseñas- porque fue incapaz -o no quiso- de censurar la labor de los diestros de entonces en una mala tarde. Espontáneamente tiró la pluma dando así paso a Joaquín Vidal, que ha resultado ser un cronista de oro de la tauromaquia.

Alfredo fue un paradigma del amor filial extremado y admiración hacia su padre. Fue don Gregorio el primero en pasar de la pura gacetilla a la crítica, donde el periodista se arrima a la suerte de juzgar a toros y toreros ante el lector, con el riesgo consiguiente, y que le permite por añadidura lucir sus excelentes dotes de escritor. Tuvo la fortuna de vivir con plenitud dos épocas excepcionales de la fiesta: la de Joselito y Belmonte, y la que giró en torno a Domingo Ortega. Con su gran olfato, fue además un certero descubridor de grandes toreros, como Cayetano Ordóñez, el Niño de la Palma, cuya primera actuación como novillero la reseñó con el célebre título: Es de Ronda y se llama Cayetano. Pero tuvo también el triste privilegio de ser el único revistero de Madrid que asistió a la cogida y muerte de Joselito en la plaza de Talavera, el 16 de mayo de 1920.

Sin duda esas crónicas paternas y el tratar con toreros y ganaderos, y poder participar en tientas y acosos, animarían a Alfredo a lanzarse a los ruedos. Su época -los años de la II República- le llevaría a alternar muchas veces con Ignacio Sánchez Mejías -cuya valía y valor había señalado don Gregorio, el primero entre los cronistas- cuando éste volvió a los ruedos, y asistir a su muerte, tras dar un pase sentado en el estribo, como solía, por una cornada del toro Granadino en la plaza de Manzanares el 11 de agosto de 1932. Fue el propio Alfredo quien le hizo el quite, pero la herida mortal estaba ya en el cuerpo de Sánchez Mejías. "Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena", diría su amigo García Lorca en su célebre Llanto a la muerte de Ignacio Sánchez Mejías.

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Pero si Alfredo no fue propiamente un periodista, sí fue un empresario de periódicos al ocuparse del diario España, que fundó su padre en Tánger, iniciada ya la guerra civil. Era un diario que defendía la España nacional, pero no tuvo ningún privilegio ni ningún regalo económico por parte del régimen de Franco. Lo que consiguió es entrar en la España nacional sin la censura previa que padecía toda la prensa franquista. Y como era el único que informaba verazmente de los acontecimientos de la II Guerra Mundial, su venta fue creciendo. También contribuía a ella el dar la cotización diaria de la peseta en el mercado libre -cinco o seis veces más baja que la cotización oficial-. El ministro de Propaganda de turno no tenía otra arma para luchar contra esa libertad que prohibir algunos días su entrada en todo el territorio nacional, lo que significa para un diario, naturalmente, graves dentelladas económicas.

El mérito de Alfredo Corrochano fue llevarse a Tánger a una serie de periodistas liberales que, perseguidos también en la zona republicana, se sentían desazonados de tener que colaborar en la prensa nacional. Como decía el nieto en su citada carta, ese "diario fue refugio de intelectuales, artistas y escritores perseguidos por ambos bandos". Allí estarían Francisco Lucientes, Rodríguez de León, el propio y desagradecido Haro Tecglen y Fernando Vela, el secretario de la Revista de Occidente. Precisamente Alfredo contrajo matrimonio con la hija de Vela, Maby, una mujer extraordinaria que murió joven pero que hubiera sido una gran escritora de narraciones breves, como alguna que publicó en la citada revista cuando la reanudé en 1962.

Alfredo fue el alma gestorial de ese diario tangerino, que pasó grandes hambres económicas y que sólo al final, muerto su fundador, pudo levantar cabeza y permitió a la familia Corrochano venderlo con algún beneficio al grupo Zarraluqui.

No olvidó, sin embargo, Alfredo su amor filial y se preocupó de que se reeditasen los tratados taurinos de su padre. Su Tauromaquia comprende dos tomos: el primero, con prólogo de Pedro Laín Entralgo, recoge ¿Qué es torear?, Teoría de las corridas de toros y Cuando suena el clarín; el segundo recoge La Edad de Oro del Toreo, es decir la época de Joselito y Belmonte. Como yo le ayudé a encontrar editor, Alfredo quiso que prologase ese volumen, pero sólo me atreví a escribir Un paseíllo, algunas de cuyas consideraciones he aprovechado en este artículo.

Como antiguo torero, Alfredo tuvo sus años de agricultor en una finca de la ribera del Tajo, pero al fin se retiró a Llanes, en Asturias, donde contrajo segundo matrimonio con la gentil Ana Mallén. ¡Qué casualidad! La familia Mallén viene publicando hace siglo y medio el semanario más antiguo de España, El Oriente de Asturias.

Desearía que estas 1íneas dieran al lector una panorámica real de la vida de mi compañero de generación y de colegio -ambos estudiamos en el Instituto Escuela- y amigo entrañable, que ha muerto a los 86 años de edad en Granada, adonde había ido para cuidarse.

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