Mi amigo Rolf
En 1951, el Kindergarten del Colegio Alemán de Valencia se encontraba en un piso de la calle Salamanca, en uno de los pocos edificios de una manzana a medio construir. Más allá, hacia la desembocadura, la ciudad se desdibujaba y se convertía en una sucesión de cultivos y descampados. Barracas y palmeras más o menos desgarbadas animaban el horizonte, pero los niños que se iban reuniendo a la entrada del edificio no tenían ánimos para apreciar los detalles urbanos. Para muchos era su primer día de colegio, y lo sentían como si fuese el principio del fin. Quizá lo es, en cierto sentido.Las madres no se decidían a dejar a sus hijos, que las reclamaban tan pronto se alejaban. Una profesora, nerviosa, acabó pidiéndoles que se despidieran. Tenía yo tres años. Cuando mi madre desapareció, me puse a llorar. Poco a poco, otros niños se fueron calmando, pero yo seguía desconsolado. La advertencia de que no nos dejarían entrar en clase hasta que nos tranquilizásemos no disminuyó la tensión. Al final, en el portal sólo quedábamos dos niños. A través de las lágrimas vi por primera vez a Rolf: un niño rubio, de cabeza alargada, que parecía tan afligido como yo.
La pena de los demás suele hacer que la nuestra se nos antoje menos grave, e incluso levemente cómica. Rolf y yo dejamos de llorar y fuimos autorizados a entrar en clase. No nos sentaron juntos. Seguramente temían el mal ejemplo que podían causar un par de llorones. Pero aquella sesión de llanto común nos unió mucho.
Meses después, la madre de Rolf, que ahora acaba de cumplir los noventa años, se presentó en clase y le preguntó a la profesora por mí. Me pidieron que me levantase, lo que hice con la timidez que me caracterizaba y que aún no he perdido.
-Así que tú eres Vicente -dijo con su fuerte acento-. Rolfi dice que eres su mejor amigo, y quiere invitarte a su cumpleaños.
No recuerdo esa fiesta, que confundo con otros muchos cumpleaños que celebramos después y que consistían en largas sesiones de juegos divertidísimos, de tradición más o menos germánica, y en prolongadas meriendas, que culminaban con la ceremoniosa entrega de una pluma Parker al invitado que hubiera encontrado una alubia en la tarta. Pero sí recuerdo nuestros paseos por el descampado que nos servía de patio de recreo, buscando hormigas pisoteadas para enterrarlas en pequeñas tumbas, y por las dunas de la Dehesa de El Saler, que no era aún el paisaje de hormigón en que lo convirtió el desarrollismo franquista, y donde nuestros padres nos llevaban los domingos para que pudiésemos respirar aire libre -había entonces, cuando apenas existía contaminación, una obsesión higienista por el aire libre- y desahogarnos.
Crecer juntos no es una fruslería. Los pequeños conspiradores han de unir fuerzas para sobrevivir en el mundo amenazante de los adultos. Rolf y yo descubrimos al mismo tiempo la ciudad, que entonces era tranquila y poco poblada, y en particular sus cines, que poco a poco han ido desapareciendo. Pero eso, probablemente, es otra historia.
Fuese o no por el ambiente del colegio, con el tiempo se desarrolló en nosotros un afán de competición. Teníamos el prurito de estudiar las lecciones antes de que nos las explicaran, y de hacer más deberes de la cuenta. Supongo que en nosotros era una curiosa modalidad del afecto, porque lo primero que nos preguntábamos por la mañana era: "¿Hasta qué página llegaste anoche?". De modo semejante, cada fin de semana comparábamos nuestras colecciones de sellos. Volvíamos a contarlos, desde el primero al último, aunque la colección no hubiera aumentado, con la esperanza de habernos equivocado la vez anterior.
En varias cosas nunca pude competir con Rolf: en su don de gentes, en su simpatía natural, en su facilidad de palabra. A veces no nos entendíamos, porque yo empezaba a fabular y a él le extrañaba que pudiera contar historias que, desde el punto de vista convencional, eran falsas. A mí también me extrañaba su rigor, su prurito de exactitud. Siempre me admiró que, desde la más cierta infancia, supiese colorear una figura sin que los lápices se le salieran de las líneas.
Luego Rolf se dedicó a la física teórica, y yo a la ficción literaria. Desde sus inicios, la física teórica parece cada vez más un asunto de ficción, de especulación, de interpretación. Ahora tenemos la impresión de que nuestros campos respectivos se aproximan. Cuando nos reunimos, hablamos de los últimos experimentos con fotones, y de cómo podríamos utilizarlos en las novelas. Habíamos planeado escribir juntos una novela de ficción científica, El fotón asesino, que, ahora, debido a su nombramiento, tendremos que posponer indefinidamente.
Vicente Muñoz Puelles es escritor.
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