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Tribuna:CUADERNO DE TEATRO
Tribuna
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Un Strindberg con burbujas MARCOS ORDÓÑEZ

Marcos Ordóñez

- 1. El triunfo del estilazo. En julio del año pasado se conmemoraba en Inglaterra el centenario del nacimiento de Noël Coward con dos revivals de lujo: Hay fever, la primera de sus Comedies of bad manners, a cargo del tándem Donnellan & Ormerod (ex Cheek by Jowl), con la impresionante Geraldine McEwan y la puesta en escena de Private lives en el National, con Juliet Stevenson (una inesperada y no menos fantástica Amanda Prynne) y Anton Lesser. Este año, casi por las mismas fechas, la Noël Fever continúa con la edición, suntuosa, de sus diarios y sus canciones, y la presentación, el próximo octubre, de una de sus obras más amargas, Fallen angels, en el Apollo Theatre, con un mano a mano de dos primerísimas figuras, Felicity Kendal y Frances de la Tour. Ningún crítico discute ya, a estas alturas, la condición de clásico de Mr. Coward. Sin embargo, casi nadie -salvo Kenneth Tynan- lo hubiera dicho (ni escrito), por ejemplo, a principios de los sesenta, cuando sus obras (y su figura) parecían dormir para siempre en el baúl -High Camp- de los recuerdos de preguerra, junto a restos de confeti, máscaras de parties en blanco y negro, y fotos de Gertrude Lawrence con monóculo y peinado à la garçon.Kenneth Tynan, uno de los muchos hijos espirituales de Coward, recuerda en sus memorias el escándalo que provocó en la sociedad teatral londinense de la época cuando Olivier y él, entonces al frente del recién creado National Theatre, le invitaron a dirigir precisamente Hay fever en el Old Vic, en 1964. En pleno apogeo de los angry, Coward era, con Rattigan, la pura encarnación del teatro burgués, de la frivolidad y la falta de compromiso, algo así como Sacha Guitry para los franceses o Edgar Neville para los teatreros independientes españoles por similares fechas. Un autor, pues, del pasado, y un modelo de teatro a abolir. Ya en los setenta, los cabezas de fila de la nueva dramaturgia británica (los que más han durado: Pinter, Orton, Stoppard) comenzaban a reivindicarle como un maestro de la comedia y, sobre todo, de ese primo hermano anglosajón del subtexto que se llama understatement, y que es la forma más elegante de decir, perifrásticamente, mucho más de lo que parece a simple vista.

"Es sorprendente", dice Philip Hoare en su biografía, "hasta qué punto se olvidó, después de la guerra, que Coward había sido recibido en los años treinta como un autor radical, inmoral, casi subversivo". Eran, como bien señala Paco Mir, responsable de la dirección y la traducción (con Alexander Herold), "els anys d'una Anglaterra que no païa la llei del divorci, escandalitzada amb les parelles que s'atrevien a viure en pecat". Adelantándose a Cocteau, Noël Coward fue el paradigma ambulante del enfant terrible, la quintaesencia, como dice Hoare, de "the gaiety and despair of his generation". Sus personajes, voluntariamente encerrados en un limbo adolescente, esnobs, soberbios y egoístas, dieron la espalda a las convenciones morales de la época, viviendo según su propio código y reivindicando -más como las criaturas novelescas de Jardiel que como los "hermosos malditos" de Scott Fitzgerald- la frivolidad y la vida vivida minuto a minuto, apurada como una copa de cava helado. ("Kiss me before you die and worms pop out of your eyes sockets", le dice Elyot a Amanda en Private lives. Contesta Amanda: "Elyot, worms don't pop".).

Cuando estalló la Segunda Guerra, Coward adaptó su perfil a los nuevos tiempos, sin nostalgias aristocratizantes (como la de Evelyn Waugh) por la belle époque, comprometiéndose a fondo con la causa aliada: guionista, productor, codirector (con David Lean) y protagonista de In Which We Serve (1942), interpretando a un capitán naval capaz de disparar, alternativamente, balas antiaéreas y agudezas de grueso calibre contra los nazis sin perder ni por un momento la compostura..., anticipándose, por cierto, al John Steed de Los vengadores, puente perfecto entre el high camp y la sensibilidad del swingin London, que ensalzaría a Coward como un inapreciable icono pop: ligereza, frivolidad, elegancia.

Pero Coward, como Wilde (el padre del wit anglosajón) ya no estaba allí para verlo. Había escapado (Estados Unidos, Bermudas, Jamaica y Montreux fueron sus sucesivas residencias) de una Inglaterra que persiguió su opción sexual, que censuró sus obras por inmorales y que, hasta la recuperación iniciada por Olivier y Tynan, le negó cualquier tipo de reconocimiento oficial: tenía demasiado éxito comercial, pecado imperdonable. Hubo también, a partir de los ochenta, otra dudosa forma de recuperación por parte de los directores más jóvenes: la tendencia a contemplar sus obras como gay masquerades, como si sus personajes femeninos fueran, en realidad, homosexuales camuflados para evitar la censura de la época. "Si el tío Noël no se atrevió a sacar a sus criaturas del armario, nosotros lo haremos por él"; tal parecía ser la consigna, que culminó hará cuatro año en la versión militantemente gay (fantástica, por otra parte) de Design for living, presentada por Sean Mathias en la Donmar Warehouse.

- 2. Ni contigo ni sin ti. Private lives (Vides privades), la comedia que ha elegido Paco Mir para abrir temporada en el Borràs, en una triple producción de Focus, Tricicle y Gay Mercader, se estrenó en agosto de 1930 en el King's Theatre de Edimburgo, la misma sala que, justo sesenta años más tarde, acaba de acoger las polémicas y vivísimas Barbaric comedies de Valle y Bieito. El propio Coward interpretaba a Elyot; Gertrude Lawrence era Amanda; Lawrence Olivier era Victor y Adrianne Allen era Sybil. En castellano, Vidas privadas fue, para muchos, como me recordaba Benach la otra noche, el recuerdo de la gran Conchita Montes, una de las mejores Amandas imaginables. Si no recuerdo mal, a finales de los ochenta hubo, en Artenbrut, una puesta en escena de Jaume Melendres, y otra en 1991, en Valencia, dirigida por Anna Güell. (Hará un par de temporadas, ahora que me acuerdo, se repuso Un espíritu burlón en el Goya, pero, salvo por la descoyuntadísima y siempre adorable María Isbert, prefiero no acordarme: podía haberse llamado Fantasmas en la casa de los Martínez.)

Vides privades, quizás la comedia más ligera y cruel de Coward, ha sido servida por Paco Mir sin aggiornamentos, exactamente como lo que es: un Strindberg con burbujas, una relación de permanente amor y odio que se muerde la cola (Amanda y Elyot viviendo en un continuo ni contigo ni sin ti), sacudida por intensas ráfagas de electricidad erótica y sofisticados sarcasmos. Salí encantado de Vides privades. Los adjetivos deliciosa y encantadoramente seductora suenan a crítica de Marqueríe en el Abc de los años cincuenta, pero no me voy a cortar un pelo a la hora de aplicárselos a Lluïsa Mallol (Amanda, por supuesto), guapísima, estupendamente vestida (Anna Güell) y peinada (Daniel Marín & Rosa Cobos), siempre en el tono exacto, demostrando una vez más que lo suyo es la alta comedia (y no la farsa, como en Aquí no paga ni Déu, de Darío Fo) y, aviso para fetichistas (como un servidor), con los mejores pies descalzos que se han visto en teatro últimamente. De Francesc Albiol (Elyot) no me cansaré de repetir que es otro de nuestros mejores actores de comedia, un todoterreno del humor que aquí sorprenderá a sus seguidores con un juego extremadamente contenido. Si el primer acto les sale bordado, el dificilísimo ping-pong psicológico del segundo (en el que casi toda la acción es verbal) está llevado con mano maestra; sólo echo en falta -aparte de la supresión del personaje de la criada, Louise- que no haya un poco más de violencia física (me imagino que porque no hay presupuesto, como en Londres, para poner patas arriba el decorado del piso parisino de Amanda) al final de ese segundo acto. A cambio, sí hay algo que funciona infinitamente mejor que en el montaje de Philip Franks en el Lyttelton: el dibujo de los personajes de Victor Prynne (Pep Ferrer) y Sibyl Chase (Mireia Aixalà), la otra pareja. En Londres eran dos bobos sin paliativos, dos arquetipos. Aquí, Pep Ferrer está impecable, naturalísimo, lleno de verdad, y Mireia Aixalà, aunque algo sobrada de puntitos histéricos en determinados momentos, me recordó mucho a la Julia-Louise Dreyfuss (Elaine) de Seinfeld, en su misma vena de energía neurótica. La escenografía de Jordi Bulbena no es muy brillante en el primer acto (más que un hotelazo del Deauville de los treinta parece un cuatro estrellas de Benidorm para convenciones y congresos), pero el apartamento de Amanda en París tiene toques maestros, de exquisito buen gusto, como la vidriera y el mobiliario art déco.

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Y hablando de ese estilo me viene a la cabeza la perfecta definición de John Lahr para Private lives: "Minimal as an art déco curve". Y la más pura esencia de la high comedy. No esperen, pues, los enredos vodevilescos de El sopar dels idiotes o Políticament incorrecte, pero sí una pequeña joya, excelentemente pulimentada, que, a juzgar por las ovaciones del estreno, tiene cuerda para muchos, muchos meses.

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