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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Los adversarios

En el incierto mundo literario barcelonés sólo hay dos conceptos tan indiscutibles como que el sol sale cada día: la primera crónica de este diario al regreso de las vacaciones es de Sergi Pàmies y las primeras novedades en llegar a las librerías son las de Anagrama. La otra tarde, en La Central, desmoralizado por dos meses de verano en los que no había salido nada nuevo, sentí un espasmo de emoción al ver cuatro novelas inéditas (todas ellas, claro está, de Anagrama). Dos ya las había leído (El adversario, de Emmanuel Carrère, y Estupor y temblores, de Amelie Nothomb), y las otras (Me voy, de Jean Echenoz, y Una desolación, de Yasmina Reza), no pensaba leerlas jamás, pero lo importante es que Jorge Herralde acababa de pegar primero. Una vez más."¡Qué hábil es!", me comentó el librero. "Sabe que todo el mundo ha pasado hambre de novedades y él es el primero en ofrecerlas". Ya puestos, le pregunté si había leído El adversario y, sin esperar su respuesta, me lancé a un panegírico de ese libro centrado en las deplorables andanzas de un tipo que decía que se iba a trabajar y en realidad mataba el tiempo como buenamente podía..., hasta que se descubrió la superchería y se vio extrañamente obligado a asesinar a toda su familia, como si así pudiera borrar los rastros de su insania de varios años. El amigo Antonio no había leído el libro, pero tenía algunos datos de la vida real fácilmente emparentables con la trama de El adversario. Según él, y no tengo motivos para no creerle, el Eixample está plagado de personajes que se lanzan a la calle correctamente vestidos, acarreando maletín y teléfono móvil, como si fueran a trabajar..., y hace tiempo que no tienen trabajo. Antonio los ve entrar en su librería, donde lo miran todo y no compran nada; se los cruza por el barrio; los ve acodados en la barra de un bar con la mirada perdida...

Y ésta no ha sido la primera historia de este estilo que me cuentan. Hace unos meses, tras recomendarle a un amigo El adversario, éste me contó que la historia no le sorprendía, que en su faceta de ciclista de extrarradio a menudo se cruza con coches detenidos en mitad de ninguna parte cuyos conductores, tipos de mediana edad, recién duchados, con chaqueta, corbata, maletín y, a veces, teléfono móvil, miran a través del parabrisas poniendo cara de no ver nada. Una amiga a la que le alabé el libro me explicó que una conocida suya acababa de cortar con su novio porque éste llevaba los últimos seis meses, desde que lo despidieron del trabajo sin que se lo dijera a nadie, deambulando por Barcelona y haciendo tiempo hasta el momento de regresar a casa dispuesto a explicarle a su cónyuge una jornada laboral totalmente inventada (¿sería uno de los extraños náufragos urbanos con los que mi amigo el librero se cruza a lo largo del día?).

Comprenderán que con estas informaciones, los horrores descritos por Emmanuel Carrère en El adversario devienen más cercanos e inquietantes. El libro ya lo es bastante, pues nada en él es ficción y muchos de nosotros recordamos aún el triste suceso que lo originó (quienes lo hubieran olvidado pudieron recordarlo hace unos días gracias a un artículo de Octavi Martí en este mismo diario). Pero las rarezas se convierten en epidemia cuando empiezan a proliferar: los nuevos zombis de esta época han sido vistos muy de cerca por tres amigos del arriba firmante. Todo parece indicar, dado mi carácter, que no voy a tardar mucho en verlos yo mismo. Ahora que sé que existen ya no me resultarán invisibles.

Y lo mismo le pasará a cualquiera que lea El adversario. Hasta ahora, estos nuevos parias conseguían pasar desapercibidos por su discreción, por su habilidad para mezclarse con las personas, digamos, normales. Éstas sólo notaban la presencia de los mendigos, de los yonquis o de los mormones. El tipo del maletín que estaba parado en mitad de la calle a las 11.00 de la mañana y hablaba por el móvil parecía, de hecho, un triunfador atrapado en mitad de una importante gestión. ¿Quien nos iba a decir que se trataba de un parado que hablaba solo, a través de un móvil sin batería, porque hacía tiempo que nadie le devolvía las llamadas?

Mi amigo el ciclista mantenía que estos horrores empiezan en la infancia, que un buen día uno decide no ir al colegio y dedicarse a dar vueltas por la ciudad, y que luego la cosa va en aumento. En busca de una explicación, pienso que tal vez se trata de ejecutivos que no han aprobado su cursillo de outplacement (recolocación de parados con un sistema que recuerda poderosamente a los 12 pasos de Alcohólicos Anónimos) y ese fracaso les ha fundido los cables. En todo caso... ¿cuánto puede durar esa huida de la realidad? ¿Cómo mantienen, mientras tanto, a sus familias? El protagonista de El adversario hacía ver que trabajaba en la OMS y se quedaba el dinero que familiares y amigos le daban para que lo colocara en Suiza, pero... ¿y los desgraciados de mi barrio? ¿Cómo se las apañan? ¿Cuánto falta para que salgan en los periódicos porque un buen día, cuando estaban a punto de ser desenmascarados, no les quedó más remedio que llevarse a toda su familia por delante?

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