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Esto no es Murcia

Murcia podría haber sido tierra valenciana, pero no lo es. A pesar de ser conquistada por Jaume I, las disputas territoriales con Castilla llevaron a Jaume II a cerrar un acuerdo con aquel reino, en 1305, por el que el término de Orihuela sería el más meridional del Reino de Valencia. A la "otra parte de la raya", los castellanos redoblaron sus esfuerzos demográficos por hacer suyas de verdad aquellas tierras, de manera que, por ejemplo, del "més bell catalanesc de món" que, según las crónicas, se llegó a hablar allí, no queda prácticamente nada, sólo unos cuantos topónimos geográficos, vocabulario diverso -particularmente de la huerta- y la pequeña zona del Carxe, donde aún se habla valenciano. Castilla jugó fuerte por hacerse con un acceso al Mediterráneo y con un puerto natural tan importante como el de Cartagena y lo consiguió. Además, impidió así que la Corona de Aragón pudiese ampliar por el sur su territorio al perder la frontera con tierra musulmana. Los recios edificios de la bella Lorca y del imponente Aledo testimonian el carácter fronterizo y castellano de esta parte del Levante peninsular.Muchos siglos más tarde, en el XVIII, el cardenal Belluga alteró el orden demográfico y lingüístico en las tierras del mediodía valenciano al repoblar masivamente la comarca de Orihuela con gentes mayoritariamente murcianas, tras la expulsión de los moriscos y con el fin de aterrar muchas zonas cenagosas. Sin embargo, no alteró el sentimiento de identidad valenciana -de estar a "esta parte de la raya", de ser la capital meridional del Reino de Valencia- como lo muestran la liturgia de la bajada de su senyera municipal, l'Oriol, sus juzgados del agua -tal como el Tribunal de les Aigües de l'Horta de València-, el recuerdo imborrable de que la Iglesia de Santiago fue -y ha sido- sede de les Corts Valencianes y mil detalles que hacen del mojón fronterizo con Murcia algo más que una reliquia histórica.

Con todo, en el Levante peninsular se han podido distinguir claramente, desde el siglo XIV, dos zonas bien delimitadas. La septentrional, la valenciana, que por su historia política y su identidad cultural y lingüística se constituye como una nacionalidad distinta de la castellana; y la meridional, la murciana, que se constituye como región castellana. Con muchos lazos entre sí, pero sintiéndose respetuosamente diferentes. Historias paralelas hasta que, a partir del XVIII y XIX, se plantea la creación de España como estado-nación, en cuyo proceso el nacionalismo dominante comete el error, que aún pagamos, de identificar excluyentemente España con Castilla. En tierras de Levante, la apisonadora uniformista concreta esa identificación forzando la murcianización de la parte septentrional. La substitución lingüística del valenciano por el castellano jugará un papel clave. Pero no sólo es la lengua. El conjunto de valores sociales es impregnado de la nueva identidad nacional (la castellano-española). La Iglesia se muestra especialmente entregada a la causa, como lo prueban la conducta de la mayoría de sus arzobispos, desde Mayoral (que en el XVIII prohibió el uso del valenciano) al actual García Gasco (que parece sacado del túnel del tiempo por su conservadurismo y su nacionalismo español tan excluyente, tan desvalencianizador). Una conducta que fue trascendental en épocas en las que la Iglesia era prácticamente la única instancia de culturización.

El juego de manipulación identitaria llega al extremo de convertir la denominación estrictamente geográfica de levantinos en el nuevo gentilicio común de los homologados valencianos y murcianos. Con ello, el gentilicio de valencianos queda sólo para los vecinos de una ciudad o, como máximo, para los habitantes de un territorio cómplice del uniformismo, la provincia. No por casualidad una de las primeras reivindicaciones del valencianismo político fue la de denunciar la denominación de levantinos, dada la perversión de su uso que hacía -y hace- el nacionalismo español. Por cierto, parece ser que estos dramas valencianos les importan bien poco a los famosos académicos de la historia capitaneados por Gonzalo Anes.

En puertas del siglo XXI, el Estado ha venido a llenar el protagonismo social que antaño tenían otras instituciones, como la Iglesia, gracias a la consolidación del Estado del Bienestar. En nuestro caso, ese protagonismo corresponde, en gran parte, a nuestro autogobierno, a la Generalitat. Una Generalitat deseada, entre otros motivos, para acabar con un estado de cosas, con una inercia histórica que resultaba letal para la supervivencia de los valencianos como pueblo. Vale la pena recordar que, hace 25 años, Els 10 d'Alaquàs (diez valencianos antifranquistas) eran detenidos y procesados por el TOP (el tribunal de represión política del Régimen) por el tremendo delito de luchar por un autogobierno que despejase para siempre las brumas sobre la identidad valenciana en el horizonte democrático que se barruntaba. Viene a cuento todo este largo recordatorio histórico porque actualmente tenemos un president de la Generalitat de orígen murciano. Y no deja de ser lamentable que, siendo como es un cargo de carácter tan emblemático (y voluntario), a diferencia de muchos de sus paisanos que han apostado por identificarse con la sociedad valenciana que les ha acogido, el señor Zaplana haya sido capaz de asumir su alta magistratura como si nada. Como si hubiera accedido a la presidencia de la Región de Murcia.

Su obra más personal, Terra Mítica, lo plasma con nitidez porque, lingüísticamente hablando, parece ubicada en tierra murciana. Como también ocurre con su infraestructura más voceada, el AVE, que parece pensada más en términos de Sureste que de Comunidad Valenciana y de ahí su reticencia a aceptar la propuesta última de trazado del ministro Álvarez Cascos.

Al menos, resulta sintomático que nuestras señas de identidad, comenzando por la lengua, las viva como un problema, no como un tesoro a recuperar. Y que uno de sus principales "preocupaciones" políticas sean los/as ciudadanos/as que luchan por rescatar la valencianidad de nuestra sociedad. Los/as sataniza con un desparpajo sólo concebible en alguien que no se identifica, ni de lejos, con el destino de nuestra tierra. Los improperios al respecto, salidos de sus labios y de los de sus epígonos fabras, giners, font de moras y demás la pasada primavera, fueron antológicos. No digamos ya su obstinada negativa a aprender a hablar en valenciano. ¿No es, quizá, el único caso en el mundo de un presidente que no habla la lengua propia del país del que es presidente? Sólo faltaba el aquelarre nacionalista español de su partido en San Millán de la Cogolla para darle más alas en esta obstinada despreocupación por la salud del valenciano.

Sin duda alguna, Murcia es una tierra cálida por su clima y por sus gentes. Es una tierra envidiable por el dinamismo de su economía, sobre todo, de su sector agroalimentario. Es una tierra pletórica de belleza y de variedad de su paisaje, desde la Sierra Espuña al valle morisco de Ricote sin mencionar tantos otros lugares tan atractivos de tierra adentro y también de marina, incluyendo la preciosa Cartagena natal de nuestro president. Pero, ¿habrá que recordarle al president Zaplana que, desde principios del siglo XIV, esto no es Murcia?

Vicent Soler es profesor de Estructura Económica de la Universidad de Valencia.

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