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Chiapas después del PRI

Las elecciones para gobernador de Chiapas, el pasado 20 de agosto, han supuesto un nuevo paso en la transformación del escenario en el que se produjo la insurrección del Ejército Zapatista en 1994. El gobernador electo, Pablo Salazar, es un ex priísta, de religión evangélica, con experiencia en el trato con los insurgentes a través de su participación en la Comisión de Concordia y Pacificación, y que parece tener un amplio crédito en lo que se refiere a su voluntad de diálogo. Cuenta, en principio, con el respaldo del PRD y del PAN, lo que le convierte en uno de los pocos ejemplos de consenso dentro de lo que ha sido la oposición hasta que las elecciones de julio dieron la presidencia de la nación al panista Vicente Fox.Su fe evangélica, por otro lado, le hace especialmente sensible al drama de los expulsados de las comunidades indígenas por no compartir las creencias dominantes, un drama particularmente notable entre los tzotziles de San Juan Chamula, donde los caciques han expulsado de forma sistemática a quienes no compartían el catolicismo conservador que constituye el trasfondo de su singular sincretismo religioso, pero también presente entre los tzeltales de la zona zapatista. El no ser católico también le puede permitir, quizá, una relación más sana con la diócesis de San Cristóbal de las Casas, con la que los gobernadores priístas -en fiel reflejo de los sentimientos de los coletos, los criollos de origen español- mantenían indisimuladas tensiones por las simpatías del obispo Samuel Ruiz hacia la teología de la liberación y la causa de los indígenas.

Tampoco el obispo es ya el mismo: Samuel Ruiz fue sustituido a comienzos de este año por Felipe Arizmendi, quien se está moviendo con gran cautela para evitar que se le acuse de desmantelar la obra de su antecesor, pero del que cabe imaginar una posición más distanciada respecto a los actores del conflicto. Y, sobre todo, el poder va a cambiar en el Gobierno federal: con la llegada en diciembre, por primera vez en 71 años, de un presidente no priísta a Los Pinos se modifican sustancialmente las condiciones políticas en las que hace siete años estalló el enfrentamiento armado, pero también las que condujeron al bloqueo del proceso negociador, en 1996, al denunciar el EZLN el incumplimiento de los acuerdos de San Andrés Larraínzar. El Gobierno mantenía entonces la imposibilidad de convertir en ley el texto de los acuerdos, por sus incoherencias internas y respecto al marco constitucional, y argumentaba la necesidad de una revisión a la que el subcomandante Marcos se negó, abandonando toda negociación ante el incumplimiento del Gobierno federal. Ahora, eso podría cambiar, aunque quizá no con tanta rapidez, como durante su campaña afirmaba el candidato Vicente Fox, para quien 15 minutos serían suficientes para resolver el conflicto. El presidente electo ya ha solicitado un diálogo con los zapatistas a través de personas de su equipo de transición, sin que hasta el momento se conozca la respuesta de Marcos.

No es tan fácil imaginar cuál puede llegar a ser esta respuesta. Enviar el texto de los acuerdos al Congreso y replegar al Ejército -al menos parcialmente- son dos de las condiciones de Marcos para la reanudación del diálogo, pero a partir de ahí los zapatistas tendrían que elegir entre mantener por tiempo indefinido su paradójica situación actual de grupo insurrecto reconocido por la ley o buscar un acuerdo político para superar el conflicto armado. Y en este punto la decisión es más difícil de lo que parece, ya que el EZLN ha llegado a acumular un excesivo capital simbólico que se disiparía en buena medida si desapareciera su dimensión guerrillera.

Los zapatistas no sólo son un símbolo de oposición al PRI y de defensa de la democracia, sino también de la liberación y autonomía de los indígenas y del rechazo al neoliberalismo. En el primer punto, las cosas han cambiado decisivamente en México, pero para Marcos no resultaría cómodo reconocer que Vicente Fox, un candidato al que la izquierda denunciaba como portavoz de los intereses neoliberales, puede encarnar una nueva etapa de democracia. El régimen de autonomía indígena, aunque sea aprobado por el Congreso, encontrará serios problemas a la hora de materializarse: los vicios autoritarios y caciquiles de Chamula son un precedente muy preocupante sobre las formas posibles de autonomía. Y el neoliberalismo, la globalización, o como se le quiera llamar, sigue ahí aunque sus profetas hablen más bajo o se muestren un poco autocríticos.

Pero, a la inversa, tampoco es fácil para Marcos enrocarse y negar el significado de los cambios políticos en México. Mantener indefinidamente el conflicto tiene costes altos para las bases zapatistas, que deben recurrir a la ayuda de las ONG para sobrevivir, mientras se bloquean los proyectos que podrían desarrollar la región. (Un buen ejemplo es la carretera a Amador Hernández, antes una reivindicación y ahora una amenaza por sus posibles usos militares). En los días de las elecciones, en Chiapas se repetían los rumores sobre indígenas que abandonaban el campo zapatista, desalentados sobre un próximo fin del conflicto, y se recrudecían algunos enfrentamientos por la tierra entre zapatistas y no zapatistas, apuntando quizá al deseo de los primeros de mejorar su posición ante una posible negociación. Pero la última palabra la tiene Marcos.

Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la Unidad de Política Comparada del CSIC.

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