Dulce y final
En tiempos de Marcial, cuando los romanos dominaban el mundo conocido, las lechugas se servían de postre, al final de la comida. Y Julio de Médicis en el año 1513, para celebrar su nombramiento como patricio, ofreció un banquete cuyo primer plato fueron pasteles de piñones, mazapanes, bizcochos con vino de malvasía, cremas azucaradas en tazas, higos y vinos de moscatel.Como se aprecia, no siempre los postres consistieron en productos dulces ni estos se tomaban de forma obligatoria al final de la comida. La evolución al respecto ha sido inmensa, y que las frutas se confundan con el postre es acontecimiento relativamente joven.
En el tantas veces citado primer libro de cocina español, el Libro de Guisados, Rupert de Nola dice al respecto de cómo se han de colocar las viandas en la mesa: "Primeramente la fruta, y tras ella su potaje, y luego lo asado, después otro potaje, y lo cocido tras el potaje, salvo si es manjar blanco, que este potaje se suele dar al principio tras la fruta". Ni que decir tiene que el manjar blanco era además de blanco, bien dulce, como corresponde.
Solo en el caso de que se sirviesen frutas de sartén, pasta trabajada y azucarada frita en aceite, podía alterarse el ritmo del servicio, ya que formaban la parte principal del postre, y por ello se dejaba a las frutas relegadas al final de la comida. No obstante, rey había, como Felipe V, que no pareciéndole suficiente lo ingerido con anterioridad, acompañaba con huevos las rosquillas fritas que le servían como postre en las cenas nada frugales, o que digería ese mismo día y como remate y postre de la comida, cangrejos cocidos, tortas de guindas, tartaletas de higadillos de pollo y buñuelos. Como observamos, en ningún caso faltaba la fruta de sartén, a la vez que se aprecia una concesión a la dietética al incluir las guindas en el menú, eso sí, dentro de una torta.
El postre se ha convertido en la moderna restauración en la piedra de toque del cocinero, en el plato donde se puede dejar más libre la imaginación, y por ello mismo, donde mostrar todos los saberes. En una cocina que empieza a estar dominada por lo heteróclito, donde se han roto los moldes tradicionales en multitud de preparaciones, en la que se advierten las influencias de las cocinas internacionales de forma notable, sobre todo de la china y la japonesa, el postre se erige como enseña del cocinero y exhibición de sus poderes. Este, junto con los aperitivos, o con los platos más ligeros o preparatorios, permite las mezclas más osadas y las combinaciones arriesgadas. No sucede lo mismo con el plato principal, parece que tocado con un halo de clasicismo imposible de romper. No se sale de las carnes tradicionales, ternera, cordero, o de los valorados pescados blancos, merluza, rodaballo, ya que sin ellos en la comida se crea una sensación de vacío para los gustos actuales.
En los postres todo se permite, no así en los platos principales, por eso, en todos los restaurantes donde se intenta la innovación, se ha impuesto el menú largo y estrecho, donde se ha suprimido el segundo plato y se han potenciado de forma significativa aquellos indefinibles, que se pueden tomar en cualquier lugar sin más que seguir las reglas del juego de la lógica culinaria, o del apetito. Los productos más tradicionales, ornados de complementos diferenciadores, salsas, texturas diversas, y en pequeñas proporciones, plantean una forma de comer distinta y muy del agrado de un público hastiado de lo clásico. Ya no es importante el orden en los servicios, la escuela francesa, que sustituyó a la rusa en la organización de una comida, y que imponía como regla indubitada los entremeses, primer plato, principal y postre, ha quedado condenada sino al olvido, sí a una temporal amnesia.
Por ello, como ejemplo de lo que señalamos y puestos a organizar una fiesta de colores y sabores, una verbena, como remate de un largo y estrecho menú, unamos las clásicas frutas con los sabores contrapuestos, que les otorgan un gusto exótico, sin perder por ello la frescura que se pretende. Las cerezas, o las fresas y frambuesas, unidas al picante de la pimienta, enfrían nuestro paladar a la vez que elevan la temperatura corporal, -como nos recuerda México-, y producen un equilibrio en el conjunto. Si a eso le añadimos el tamarindo, que por su acidez nos recuerda al tomate, casi habremos llegado como nuestros antepasados a tomar como postre un aperitivo, un fresco gazpacho con el que sofocar los rigores de la canícula.
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