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Tribuna:SOBREVIVIR EN EL ASFALTO
Tribuna
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Cielo de aviones ARCADI ESPADA

Cuando he perdido la fe en el hombre vuelvo allí, a la pequeña carretera que lleva a las playas de El Prat. A un lado de la carretera hay huertos y baldíos y al otro las pistas del aeropuerto. Dejo el coche en un recodo y espero a que el primer avión llegue. Los movimientos son siempre los mismos: un punto en el cielo se va abriendo, como una flor de hierro, y acaba estallando sobre mi cabeza. Ha aterrizado el primer ejemplar de la Lufthansa y yo aplaudo solo en el delta, henchido mi pequeño corazón de comandante. No puedo atender demasiado sus latidos: otro pájaro de acero -yo nací, perdonadme, con el seiscientos y la tele y de ahí mis metáforas- avanza estremecedor hacia mi lugar en el mundo, la alambrada concreta que separa mi nariz y mis manos crispadas del terreno de la verdad. El pájaro gira tan cerca que puedo ver el propio perfil del piloto. No respira pero saldrá adelante. ¡Buena suerte!, le grito, como en una viñeta de tebeo, ahogada mi voz por los motores terribles que se han puesto en marcha. Apenas unos segundos de ruido infernal bastan y ya está en el cielo, triunfante y sobrecogedor. Otro llega entonces, sin ruido, danzando, y toma tierra con indiferencia, cercana al desprecio. Como una bella sin alma sobre el que espera.Escribo como un idiota, lo sé. Lo sé perfectamente. Uno ha de escribir siempre sobre emociones que no le sobrepasen. Convertir a un artista mediocre en primera figura mundial es un asunto sólo reservado a la literatura. Por eso, escribir en Barcelona es tan sencillo y agradable. Todo te lo deben. Si simulas llorar emocionado sobre el rastro de un libro, una obra de teatro, un cuarteto de cuerda o una corrida de toros es más por ti que por ellos. Se trata de que tus herederos sepan que no perdiste el tiempo, que fuiste alguien, aun por delegación. Yo lo vi y pude contarlo, eso esperas que comprendan.

Pero qué hacer ahora, en cambio, bajo el cielo de aviones, excitado por la bencina, el trueno y el instante (suma y sigue), por fin en la plena ilusión de tener un tema -¡un tema en Barcelona!, un tema y no una babilla criminal por la comisura-, agitando las manos, patético, sin lograr alcanzarlo, a pesar de haber echado mano ya de la crónica, de la metacrónica, del yo y del yo-yo, de la intertextualidad y del enunciado polifónico.

La primera vez que vine aquí (digresión, reposo, meseta del discurso, avión en los hangares o en el finger o muy arriba, en el azul sin nubes) fue gracias a Catalina Serra, que escribe de arte en este periódico y ha leído a Marinetti. Yo tenía la intención de reivindicar por vez enésima los años del túnel, la negra nit en poético, a partir de un remoto detalle de mi memoria: la terraza del aeropuerto de Barcelona adonde íbamos de niños a ver los aviones, experiencia muy atrayente tanto más cuando montarse en ellos era una quimera. Fui al aeropuerto y le pregunté a un chaqueta roja.

-Ah, la quitaron hace años.

Muy amable, me envió entonces al fondo de la terminal A, un pequeño rincón maloliente donde, encajonado entre los alambres y un vertedero, obtuve diversos primeros planos inolvidables sobre los autobuses que iban y venían por las pistas. Estaba en la elegía a Porcioles, cuando Catalina detuvo mi brazo.

-Ve a la carretera y los verás.

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Aquí sigo. Jadeante. En las pausas pienso por qué el pueblo de El Prat no ha sabido hacer de la aviación su identidad, ahora que es inviable no gozar de una. Cómo es posible que optara sólo por la atracción de los pajaritos y el agüilla estancada y no convirtiera el ruido y la furia que cobija en algo más que una molesta fatalidad de la historia. Este lugar es el único de Cataluña donde se respira siglo XX. ¡Ésta es la especie que se debe proteger de la gran carlinada cotidiana!

Veo subir pájaros muy grandes, inverosímiles. Mi sangre es pura turbulencia y lo más prudente sería que por allí no circulara ningún pensamiento. Caen aviones. ¡Claro que caen! Así es la guerra. Pero miles de hombres llegan a su destino todos los días. Conducidos por la potencia, el cálculo y la serenidad de otros hombres que son o fueron. Hombres y sus pájaros dispuestos a responder como dioses peatonales a las grandes preguntas. Es decir, que venimos de Barcelona y vamos a París.

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