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Reportaje:VIAJES

LA CIUDAD MÁS IMPROBABLE

Todos los chilenos hablan de Valparaíso, pero ninguno la conoce. En primer lugar, porque constituyen una temible caterva los chilenos que creen que viven en Miami y se comportan como nuevos ricos, y Valparaíso les recuerda a la pobreza, con su puerto en crisis permanente y ese aroma que es azafrán, canela, chancaca, mermelada de alcayotas y fruta seca, pero también es el aroma de la decadencia. Y en segundo lugar, porque sencillamente es imposible conocer Valparaíso, una ciudad absurda hasta lo inverosímil, un anfiteatro desquiciado donde el mar parece siempre estar metiéndose dentro de las casas y donde a cualquier hora y sin aviso se levanta un viento norte que puede llegar a producir un miedo metafísico.Desde abajo, desde la costa, lo primero que salta a la vista en esta ciudad ubicada a 130 kilómetros de Santiago es esa seducción equívoca como de daguerrotipo o postal: los bellos y precarísimos ascensores que han nutrido la mitología de los poetas; el caleidoscopio de las casas escarlata o turquesa o plateadas -lata, zinc, calamina-, arracimadas unas sobre otras, aferradas a los cerros como por milagro con sus agusanados palafitos sin agua; los edificios señoriales y sus peculiares zócalos y cornisas, sus prodigiosas floraciones, frisos y cornucopias. Pero después uno se mete en los cerros y el extravío es el de un explorador perplejo navegando en una jungla urbana cuyos códigos jamás va a conocer.

Hay en Valparaíso tantos gatos como panaderías, con advertencias urgentes como: "Llegó pan rallado". Un negocio de carnes, el Criadero Colliguay, frente al cerro Polanco, propone: "Potrillo seleccionado". Casi al frente, un local tiene como oferta principal: "Sea doctor sin pasar por la universidad". En la Plaza Victoria -especie de Plaza de Armas, puro pueblo en arrumacos de enamorado-, el restaurante Flora anuncia: "No hay empanadas de pino fritas (todas las otras sí)". También propone el clásico plato local: la Chorrillana, con especias y colesterol incluido (patatas fritas, huevo con cebolla, carne picada). En la Plaza Echaurren, frente al Mercado Central, unos polvorientos emporios decimonónicos ofrecen desde almidón de arroz y Azul de Prusia hasta papel para cigarros marca Elefante y Peinetas Mata-Piojos. Allí se juntan y conviven ciudadanos de todas las raleas, almirantes, putas, vendedores callejeros, aspirantes a arquitectos, borrachos, navieros retirados, poetas, cafiches, tangueros y, sobre todo, marinos cesantes o semicesantes que aguardan algún milagroso embarque sentados entre las palomas de la plaza, y que una y otra vez cuentan historias de puertos, idiomas, naufragios, mujeres y ciudades muy remotas.

En Valparaíso -que está en vías de ser nombrada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco- es imposible no oír los gallos que cantan en la madrugada y los aullidos nocturnos de los perros que reverberan en las quebradas. Desde los cerros todavía bajan burros que se instalan en el Mercado y otros lugares del puerto a cargar mercancía. En la Universidad de Valparaíso hay aún un cartel que reza: "Se prohibe estacionar cabalgaduras". El humor, voluntario o no, brota por todas partes. Los niños juegan a la pelota en los bordes mismos de las quebradas, pero sus padres les prohiben bajar al centro "por peligroso". En las pendientes de los cerros es frecuente encontrarse con casas que no tienen puerta: se entra por una ventana. En el Cerro Cordillera hay una casona del siglo XIX cuyo dueño la hizo a pulso. Todo en ella está mal hecho: tiene las puertas de lado, las ventanas descuadradas, los dinteles salidos. Le llaman el Chalet Picante (que en Chile connota algo así como hortera), un apelativo del que sus propios dueños se jactan. En el sector de La Matriz está el Cristo más pobre del mundo, completamente desnudo, tristísimo, sentado sobre una piedra, pierna arriba, con la palma en la barbilla y cara de aburrido.

Qué difícil resulta no evocar los tiempos idos -fines del siglo XIX y comienzos del XX-, cuando Valparaíso era pulmón económico del país y del continente, cuando un télex emitido desde el puerto podía paralizar la banca y las bolsas incluso de ultramar. En Valparaíso se ensayó el primer fonógrafo de Chile, el primer servicio telefónico, la primera radio estación, la primera prensa litográfica, las primeras vacunas contra la viruela, los primeros folletines por entregas (Dumas, Zola), la primera escuela laica del país, el primer observatorio astronómico, el primer servicio de agua potable, la primera ascensión en globo, el primer camino pavimentado y el primer buque a vapor del continente. Tras los españoles -que jamás bautizaron la ciudad: Valparaíso no tuvo fundación-, el primero en llegar fue Francis Drake, en su barco pirata El pelícano, que se llevó dos mil botijas de vino, sesenta mil pesos en oro y los candelabros de plata de la capilla. Después, en distintos momentos, desembarcarían en el puerto el naturalista Charles Darwin, el poeta Rubén Darío (que escribió aquí nada menos que Azul, pero nadie lo tomó en cuenta), Sarah Bernhardt, el comandante Giuseppe Garibaldi, el Príncipe de Gales, el pintor Mauricio Rugendas, don Miguel de Unamuno, la vedette Pimpinella, el famoso perro Cuatro Remos, el ladrón catalán Pepe Manos de Oro y el Circo Bogardus.

Lo que merodeó siempre por el puerto fue la infamia de la historia: primero fueron los atracos, los bombardeos (hay uno célebre entre chilenos y españoles a fines del siglo XIX) y las epidemias, después los incendios y los temporales (el último, hace unas semanas, echó a rodar una casa cerro abajo y las víctimas se contaron como caramelos), y siempre, siempre los terremotos, desde el más brutal de todos, en 1906, que borró del mapa la ciudad, hasta el "terremoto hipócrita" de 1971, que dejó intactas sólo las fachadas (los estropicios eran dentro de las casas). Esto acaso explica la extraordinaria abundancia de animitas, que invocan muertos tristes y muertos alegres de todos los pelajes, niños y caballos, canallas y obispos: una de ellas está dedicada a Emile Dubois, célebre asesino en serie de comienzos del siglo XX, cuyo nombre es también el de un bar.

En Valparaíso no tiene mérito ser poeta, dice el refrán. No existe una ciudad en todo el mundo en la que haya tantos poetas por metro cuadrado. El propio Pablo Neruda no escapó a ese extraño fulgor y dio curso a su fiebre de coleccionista cuando adquirió aquí una de sus famosas casas, La Sebastiana, que apenas habitó y que ha resistido estoica y todavía se puede visitar. Pero probablemente nadie retrató la ciudad y sus lacerantes transiciones como ese maravilloso escritor y cronista llamado Joaquín Edwards Bello, que aspiraba a ser nombrado Cónsul de Chile en Valparaíso. Dejó el puerto durante algunas décadas y el relato de su retorno fue el de un hombre desgarrado: "Hace medio siglo salí de Valparaíso a Europa con mis padres y hermanos. Fue en enero de 1904. Hoy es enero de 1954. Todo lo que me propuse en Valparaíso resultó vano, y he vuelto a la calle donde nací, y he pasado por donde pasaba hace más de sesenta años. No conozco a nadie, ni me espera nadie. No soy el hijo pródigo bíblico, puesto que no tengo padre ni madre. Llego metamorfoseado, y viejo, más por dentro que por fuera. Mi amigo Cayetano Cruz Coke murió. Esta palabra me remueve la imaginación: murió. Ha muerto casi todo. En el aire blanco y sereno hay para mí un perfume de entierro".

Pablo Azócar (Santiago de Chile), es autor, entre otros títulos, de la novela Natalia.

Guía práctica de la ciudad

Cómo ir: . Lan Chile (915 59 72 95) vuela entre España y Santiago por 113.600 pesetas, más tasas, ida y vuelta. En agencias se pueden encontrar combinados de vuelos y alojamiento; Politours, por ejemplo, tiene un programa básico con dos noches en Santiago, desde 124.100 pesetas. Valparaíso se encuentra a 120 kilómetros al noroeste de Santiago.Dormir.: Hotel Reina Victoria (00 56 32 21 22 03). Plaza Sotomayor, 190; 4.500 pesetas la habitación doble. Residencial Lili (00 56 32 25 59 95). Blanco Encalada, 866; unas 3.000 ptas.

Comer.: Café Turri (00 56 32 252 091). Templeman, 147; pescados y mariscos por 4.000 pesetas. Valparaíso Eterno (00 56 32 228 374). Almirante Señoret, 150; comida porteña.

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