Nietzsche, el aura del nihilismo
El 25 de agosto de 1900 -mañana se cumplen cien años- moría en Weimar Friedrich Nietzsche. Peter Gast, fiel amigo, recordará cómo a aquellas horas una gran tormenta se abatía sobre la Villa Silberblick. Terminaban así diez largos años de silencio apenas interrumpido por los paseos custodiados por las calles de Naumburg, breves exaltaciones nerviosas y alguna sonrisa feliz al escuchar al piano algunos de sus temas preferidos. Todavía lo recordamos descansando sobre un diván, envuelto en un blanco vestido de franela, los bigotes crecidos, la mirada ausente y una pronunciada palidez en el rostro. Diez años de silencio, tras la crisis de Turín en enero de 1889, como culmen de un período de intensísima actividad y que halla en su Ecce homo el testimonio más estremecedor de su biografía intelectual. Ahora, en los interiores de la casa de Weimar, como si hubiese elegido esta ciudad para el reposo definitivo, todo se detiene y la ausencia de su voz y de su escritura -Thomas Mann afirmará que la suya era la mejor prosa alemana después de Lutero- marca ya la espera de otros tiempos, prontos a reconocer en su obra uno de los legados filosóficos decisivos de nuestra época.El, que, ya en una temprana Intempestiva, había propuesto como clave de lectura de la época moderna una especie de dramaturgia construida sobre tres personajes: el hombre de Rousseau, el hombre de Goethe y, por último, el hombre de Schopenhauer, se arriesga ahora a construir y proponer su propio modelo. Y si fue Rousseau el primero en reconocer las antinomias entre naturaleza y cultura, dando a la primera el privilegio de lo bueno frente a la valoración crítica de las formas de la cultura, y Goethe el primero en soñar una potencia que, encarnada en Fausto, haría posible un mundo en el que se hermanaran razón y sentimiento, alma y cuerpo, reconducidos al proyecto de un clasicismo regido por las grandes formas, tocó a Shopenhauer "cargar con el sufrimiento voluntario que comporta la veracidad"; es decir, el reconocimiento de una necesidad que acompaña al hombre y que lo somete al destino de su naturaleza y voluntad, y frente a la que sólo cabe, si no una vida feliz, sí al menos una vida heroica. Quizá era por esto que Nietzsche lo nombra "educador del siglo XIX", como también debió ser por estas mismas razones que El mundo como voluntad y representación pasase a ser el libro más leído del siglo y el verdadero livre de chevet de los intelectuales alemanes, de Wagner a Simmel, de Musil a Jünger o de Wittgenstein a los hermanos Mann.
Frente a esta primera galería de figuras de Nietzsche propondrá su Ecce homo, y que no es otro que el hombre moderno en cuanto toma conciencia de la "muerte de Dios" y que ya había anunciado como el "último hombre" en el prefacio del Zaratustra. Éste no es aquél que halla finalmente la pacificación en el reconocimiento de la verdad, sino que lo que le caracteriza es la hybris, una especie de violencia en los límites de sí mismo y de su naturaleza. "Hybris -dirá en la Genealogía de la moral- es hoy nuestra posición general frente a la naturaleza, bajo las múltiples formas de violencia...; hybris es también la posición que tenemos frente a nosotros mismos, sometidos al ejercicio diferenciador de la dominación". La respuesta a esta hybris no es otra que la del "hombre que deviene", que transforma el pesimismo shopenhauriano en decisión activa y positiva que parte del reconocimiento del primado de la vida, de la afirmación de nuevos valores y de una nueva fidelidad a la tierra. El "hombre que deviene", el superhombre, habita este extremo, esta tensión. No hay lugar para un sujeto conciliado. Nietzsche inaugura así una tercera posición: entre la totalidad dialéctica hegeliana, de un lado, y la misma adhesión al positivismo de los hechos, de otro, nos propone la tensión de un sujeto que suspende el sistema de garantías que el platonismo había inaugurado y que tiene que ver con las ideas de Dios, verdad y bien, para derivar hacia el espacio primero que la tragedia griega inauguró y que más tarde la filosofía intentó cancelar.
Dejando de lado interpretaciones orientadas del tema del Übermensch, en gran parte deudoras de la obra de Alfred Bäumler, próximo a intereses nacionalsocialistas, la verdadera dimensión de la crítica de Nietzsche debe ser entendida en los términos de la tensión antes citada. La "muerte de Dios", anunciada en La gaya ciencia, arrastrará consigo el desvanecerse de los valores tradicionales y, sobre todo, la pérdida de una inocencia que se expresara en la imposibilidad de pensar y dar un nombre al todo. Musil, él también tan nietzscheano, reconocerá en esta fragmentación del mundo uno de los efectos principales derivados de la crítica de Nietzsche. "La vida ya no habita el centro", anotará en uno de sus Diarios, con clara referencia a un fragmento de 1887. Como él, tantos otros escritores europeos harán suya la perspectiva abierta por la obra de Nietzsche. Desde Strindberg a Homfmannstahl, de George a Broch, de Benn a Mann y Jünger y tantos otros reconocerán en su pensamiento la referencia obligada a la hora de una interpretación de la época.
Nietzsche, como ilustrado, abre el espacio de una nueva forma de crítica de la cultura, que se desarrolla paralela a sus análisis del nihilismo europeo. Cuando en el fragmento de Lenzerheide del 10 de junio de 1887 -reeditado ahora para su centenario con comentarios de Manfred Riedel- da testimonio de "el desierto que crece", no se refiere a otro hecho que a los efectos derivados del amplio proceso de secularización y abstracción de la cultura europea, agenciada ahora por una poderosa voluntad de poder (Wille zur Macht), sujeto hipostasiado de la cultura moderna y a la que quedaban sometidos todos los procesos de la vida. Ésta, sin suerte de afirmación positiva, no tenía otra salida que el viaje interior del arte, tal como la literatura de principios del siglo entendió. Un estudio de la recepción de la obra de Niezsche por parte de la misma ilustraría hasta qué punto la fidelidad a las intenciones nietzscheanas orientó sus planteamientos éticos y estéticos. Su lugar de encuentro, como Simmel bien ha indicado, fue, sin duda alguna, el nuevo concepto de crítica de la cultura. El trabajo de desenmascaramiento que Nietzsche propone como tarea principal de la filosofía desde Verdad y mentira en sentido extramoral.
Así entendida, la filosofía no será otra cosa que una "filología de filologías", una especie de filología siempre activa e inacabada, una filología sin término y que nunca debería de ser absolutamente fijada o establecida, como hará notar Foucault. Y si esto es así, el filósofo, intérprete por excelencia, hará suya la tarea de perseguir la genealogía de los valores, de la moral, de los ideales de verdad, de bien y de belleza, y verlos surgir en el teatro de los procedimientos e intereses, quitadas ahora las máscaras y más allá de su derrisoria malevolencia. Es un trabajo largo y lento que el mismo Nietzsche nos recuerda en uno de los textos claves, que él mismo aconseja sobre cómo debería ser leído. Se trata del prefacio a la segunda edición de Aurora, de 1886. Él mismo se reconoce como amigo del lento, maestro de la lectura lenta, que todo filólogo responsable debe practicar. Se trate de develar, de desenmascarar el juego de velos y máscaras que protegen las formas de la cultura, ahora que ya no están bajo la protección de un Dios que "ha muerto". Esta fidelidad a la lección de la filología -¡"qué soy yo si no un filólogo!"- será la que lo convierta en el más radical e implacable genealogista de la cultura moderna. A su paso irán apareciendo la "verdadera historia" de la moral, de los ideales, de los conceptos metafísicos, historia del concepto de libertad o de justicia como emergencia de diferentes interpretaciones.
Pero si la crítica, en su primera instancia, es la que dará cuenta de la galería de espejos que reflejan las imágenes de una historia que nos permite creer en un "mundo hecho fábula", en un segundo momento la crítica abre un espacio que Nietzsche hace coincidir con el de un nihilismo activo y que viene a significar el espacio del gran experimento nihilista. Un tiempo que Nietzsche intentaba mirar gayamente, y que se presenta a sus ojos como un tiempo de tensiones insoportables. Ahí se afirma una nueva experiencia, a pesar de que los lenguajes que la nombran no suscriban ninguna necesidad, ningún orden establecido, sino que, por el contrario, son interpretados como gestos y saberes hipotéticos. Y cuando Musil afirma que la tarea teórico-ensayística de nuestro tiempo es más urgente que aquella "artística", viene a indicar precisamente los potenciales significados de una escritura que se reconoce experimento, es decir, disponibilidad ensayística en el sentido nietzscheano del término.
Desde esta perspectiva es fácil entender las razones por las que Nietzsche ha pasado a ser en tantos aspectos el educador del siglo XX. Ha sido él quien mejor ha articulado la potencia desenmascaradora de la crítica con el carácter hipotético y ensayístico del trabajo de la filosofía. Y si, por una parte, su obra llenaba el espacio filosófico abierto tras la muerte de Hegel, por otra anticipaba ya las formas de pensamiento de nuestro siglo. Gottfried Benn escribía el testimonio más elogioso al cumplirse el cincuenta aniversario de su muerte y que hoy, años más tarde, cobra total vigencia: "Su estilo arriesgado, tempestuoso, vacilante, su dicción azogada, su negarse a todo idilio y fundamentación de carácter general, el haber asumido la psicología de los instintos, la constitución orgánica como motivo, la fisiología como dialéctica, el conocimiento como emoción, todo psicoanálisis, el existencialismo entero, todo está ya en su obra. Él es, y cada vez resulta más claro, la gigantesca figura dominante de la época posgoethiana". Nosotros, cincuenta años después, más cerca que antes del de te fabula narratur, seguimos viendo en su obra la lucidez y coraje de quien desafía los rituales de la cultura, aun sabiendo que este desafío lo arrojaba a una verdad "humana, demasiado humana", que convierte al hombre en el gran fabulador y al mismo tiempo capaz de imprevistas violencias. Una historia que Nietzsche interpreta como un devenir sometido a juicio y quizá un día liberador.
Francisco Jarauta es catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia
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