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El callejón más oscuro

Sergio Ramírez

El nuevo milenio se ha abierto para la humanidad, no de manera global, sino segmentada, dependiendo de los grados de atraso o desarrollo de cada país o de cada región del mundo. Mientras unas naciones se colocan en la cabeza incandescente de la causa del progreso, y generan conocimiento y tecnología, a la par que se afirman en sistemas verdaderamente democráticos, otras se alejan hacia la cola como consumidores serviles y, lo que es peor, imitadores de viejas formas, hace tiempo superadas, de ejercicio del poder político.Mientras unos países están ya en el siglo XXI y crean nuevas formas de vida y de convivencia, otros luchan por salir del siglo XX, y aun otros no terminan todavía de dejar atrás el túnel del siglo XIX. Esto no quiere decir que se trate de un atraso uniforme. Muchos países de América Latina, que el informe anual de las Naciones Unidas sobre calidad de vida y desarrollo inscribe en esa cola, pueden reproducir, al mismo tiempo, estadios de desarrollo que corresponden a diferentes épocas, desde las más avanzadas a las más primitivas.

Un sector reducido de la sociedad -eso que Robert Kaplan llama las nuevas élites homogéneas- domina las nuevas formas tecnológicas, y se apropia de ciertos niveles de bienestar, y es capaz, por tanto, de convivir con sus pares de otras partes del mundo, sea en Manhattan, en Madrid o en Estambul, que tienen niveles parecidos de ingreso, creencias y educación.

Una red de cincuenta organizaciones agrupadas en el Turning Point Project prevenía en The New York Times, hace algún tiempo, sobre los riesgos ya visibles de "la monocultura global". Ese fenómeno arrasa cada vez más con los empresarios locales que, al verse compelidos a vender sus empresas a los grandes consorcios globales, pasan a ser rentistas; liquida la producción de alimentos, que resulta más barato importar; empobrece el medio ambiente al destruir los bosques y contaminar las fuentes de agua, en Brasil o en Canadá, y arrebata a las naciones sus rasgos de identidad fundamentales. Disney puede uniformar las conciencias, y McDonald's, los gustos.

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Pero, fuera del entorno de las élites homogéneas, que pueden convivir de acuerdo a patrones cada vez más arraigados, en el resto del tejido social del Tercer Mundo las diferencias siguen siendo dramáticas. Desde los campesinos que aún siembran el maíz grano a grano, roturando la tierra con el espeque, como en los tiempos anteriores a la conquista española, a los indígenas de las selvas del Brasil o del Ecuador, o de la costa del Caribe de Nicaragua, que subsisten de la caza y de la pesca, como aquel misquito que en el siglo XVIII el bucanero William Dampier se llevó como marinero, y dejó abandonado en la isla de Juan Fernández, lejos de la costa de Chile, donde sobrevivió tres años cazando focas y cabras salvajes. Fue ese misquito en la isla solitaria el que inspiró el personaje de Robinson Crusoe a Daniel Defoe.

La convivencia contemporánea, y extemporánea, de distintas formas de vida en un solo país representa la marca más viva del atraso. Autopistas iluminadas, hoteles de lujo y centros comerciales que exhiben en sus vitrinas productos de marcas globales, y pueden estar en Miami, en Manila o en Santiago, y al poco trecho, callejones oscuros que recuerdan los caminos rurales, y la propia cultura de la vida campesina, en la gran aglomeración desordenada de nuestras capitales, sean grandes o pequeñas, São Paulo o México, Tegucigalpa, Managua o Asunción.

Y hay más. Algunas de las corporaciones mundiales, que ya no tienen nacionalidad, son más grandes en términos económicos que muchos de los Estados, aun de aquellos que en la lista de las Naciones Unidas no aparecen en la cola. La Mitsubishi es la economía número 22 del mundo, y la General Motors, la número 26. Están arriba de Dinamarca, Noruega, Tailandia, Turquía, y ya no se diga de El Salvador, Jamaica o Guatemala.

No se trata de apartarse y de cruzar los brazos, sino de ganar iniciativa en un mundo que está siendo configurado de una manera distinta a pasos acelerados, y que va a seguir cambiando lejos de nosotros, e imponiendo sus propios patrones, si nos quedamos al margen. El verdadero desarrollo para los países pobres deberá ser parejo, con una dinámica común que empuje hacia nuevos niveles de bienestar. Tendrá que integrar a los distintos sectores de la sociedad, darles posibilidades de educarse; hacer buenos clientes del mercado a los campesinos. En Alemania, el Estado les paga por cuidar el paisaje al dejarlos ociosos la mecanización agrícola.

Las economías que nos convienen no deberán desperdiciar recursos, ni amontonar desempleados, ni crear pandillas de delincuentes juveniles. Y deberán tener que ver cada vez más con la inteligencia, con la educación y con el dominio de la tecnología que con la producción de materias primas, depreciadas crónicamente en los mercados internacionales.

Y donde el atraso es más visible es en las formas caducas de ejercicio del poder, emparentadas con la marginación y la miseria. Ése es el callejón más oscuro. El autoritarismo, cualquiera que sea su signo, no genera riqueza, ni tampoco justicia social. Y ningún otro factor prueba mejor la modernidad, vista en términos integrales, que la calidad de vida política de un país. Cuando los factores de equilibrio democrático y respeto institucional llegan a establecerse como una norma que en lugar de debilitarse con el paso del tiempo se fortalece, es que un país empieza a ser moderno. Como Chile, por ejemplo.

No somos modernos en el sentido que deberíamos serlo. El más empecinado enemigo de la modernidad democrática, sin la cual no es posible conseguir ninguna otra, ni en lo económico ni en lo social, es nuestro viejo caudillismo recurrente. Es un factor de atraso, que pugna por hacernos retroceder hacia el pasado de donde surge. Como en Perú o en Nicaragua. En lugar de empujarnos al siglo XXI, donde debíamos pertenecer, nos arroja de cabeza en el siglo XIX, de donde no nos deja salir.

La isla solitaria a que aludía antes, trayendo a cuento al misquito nicaragüense que inspiró al personaje Robinson, se vuelve una metáfora contemporánea, porque ya no puede repetirse. En el mundo de hoy no es posible sobrevivir en aislamiento, lejos de la civilización democrática, única capaz de crear bienestar. El solo hecho de intentarlo se convierte en una triste osadía. .

Sergio Ramírez es escritor y fue vicepresidente de Nicaragua

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