"¡Hombre al agua, papi!"
El sábado, los pasajeros del 'Ciudad de Salamanca', con el corazón en un puño, siguieron el rescate de un joven que se precipitó al mar desde el buque
"¡Hombre al agua!". Quien entraba con tan alarmante grito en el salón cafetería del buque Ciudad de Salamanca no era una avezado marino salido de las páginas de Patrick O'Brian, sino Carlota, una niña de siete años. El adormecido pasaje, embotado tras casi diez horas de viaje con marejadilla y representaciones cíclicas de La bomba a cargo del departamento de animación del barco, ni se immutó. "Papi, de verdad que se ha caído alguien al agua". Los numerosos pasajeros que abarrotaban el bar se miraron unos a otros. Y entonces, todos parecieron percibir al unísono que sí, que algo sucedía: el barco se había detenido. La sospecha se adueñó de los rostros, luego la alarma. Y como una sola persona, la gente se precipitó hacia las puertas. En unos segundos el bar quedó vacío, a excepción de la niña, que con una sonrisa se dijo para sí misma: "Ves como no digo mentiras".El viaje del buque de Trasmediterránea en ruta de Ibiza a Barcelona había comenzado puntualmente a las 12.00 horas del pasado sábado en el puerto de la isla. Nada hacía prever ningún sobresalto en la plácida travesía si se exceptúan las espectaculares autoexhibiciones en la piscina y sus aldeaños de gentes de sucinto bañador dispuestas a apurar sus vacaciones aun a costa de convertir el barco en una extensión naval del Ku. Pronto un sol despiadado como un ataque comanche, una insidiosa marejadilla y un viento que le dejaba a uno más salado que la mujer de Lot pusieron sordina al ambiente de Gomorra marina.
Se produjeron las tradiciones colas en el restaurante, una chica en tanga reclamó atención y la consiguió, vomitó un italiano hasta la última pastilla y un tipo juró haber visto cuatro delfines saltando al unísono en la estela del barco, lo que motivó una discusión que casi llegó a las manos. Pasado el ecuador del viaje, las voces se apagaban y hasta La bomba sonaba menos explosiva. Los más románticos dieron en soñar con la línea de sombra, cachalotes y sargazos. Y los otros se durmieron.
Así las cosas, se aproximó la hora prevista de llegada -con retraso-, las diez de la noche. Se había puesto el sol, rojo como aquella tarde sangrienta en Patusan. Se avizoró tierra. La cosa parecía no dar más de sí. Y entonces se oyó el grito: "¡Hombre al agua!".
En un segundo la borda estaba llena de gente, hasta el punto de que el buque parecía escorar. "Sí, sí, ha caído un tipo". "Allí, ¿ve?, le han lanzado un salvavidas con lucecitas". Era de noche y el mar era una siniestra masa oscura chapoteante con un leve toque plateado en la superficie. En un punto destellaba una luz. Un joven decía haber sido testigo del suceso: "Se ha tirado. Lo he visto perfectamente. Se ha encaramado y se ha lanzado al mar, de cabeza, ¡qué fuerte, tío!". "¡Qué muerte más horrible!", sollozaba una chica abrazada al joven. "¡Qué horror!, ¿quién querría morir así?". "La verdad, yo me hubiera tirado antes, fuera del puerto; es más limpio", comentó alguien. "Esto nos va a retrasar más todavía", vaticinó otro pasajero. Todo el pasamanos era una aglomeración que comentaba, lloraba o sugería. Familias enteras, muchos niños, grupos de amigos, hasta la chica del tanga, se fundían en la intimidad del espectáculo de la tragedia. La chica del tanga pareció pensar que no hacía falta tanta intimidad y restalló un bofetón. "Deberíamos colocarnos a sotavento, ciar y lanzar un cabo", apuntó un hombre con autosatisfecho tono profesional; desgraciadamente se refirió luego a la botavara, lo que le restó credibilidad. "Saltó. El valor a veces no está en saltar, sino en quedarse", anotó alguien, lo que dio pie a un debate digno de Lord Jim. En estas, mientras el barco completaba la tercera vuelta en círculo alrededor del salvavidas, surgió un grito: "¡Ahí, ahí!". Efectivamente, ahí estaba el náufrago, a apenas un par de metros del costado de estribor del buque. Era una mancha blanca y parecía chapotear alegremente. "¡Por Dios, alto, alto! ¡Que le tiren algo! ¡Que arríen un bote!". En unos instantes, el individuo flotante desapareció en la estela del barco. Tras el entusiasmo por el avizoramiento, cundieron la desolación y la indignación. "No puede ser, lo hemos perdido", sollozó una señora. Un niño rompió a llorar. Otro evidenciaba pasárselo mejor que con la game boy. Mucha gente relataba en vivo la experiencia por el móvil: "No te lo vas a creer, macho...". El barco inició la cuarta vuelta. Pasó un marinero corriendo jaleado por la multitud. En el puente, un oficial se aferraba a los prismáticos componiendo una imagen digna del ataque a Pearl Harbour. Por lo demás, no se veía ninguna acción muy resuelta. Llegó desde el puerto una lancha y fue saludada con vítores y aplausos. "Ya era hora". "¡Allí, allí!". "Pero ¿qué dice usted?, si no se ve un pijo". "¿Que no? Fíjese detrás de aquella ola". Una segunda lancha se unió a la búsqueda. De pronto orientó los focos hacia el buque haciendo una señal. "Abandonan la búsqueda. Ha muerto", dijo descifrar un pesimista. "No, vea, le están subiendo, lo tienen", zanjó un tipo con unos magníficos binoculares adiestrado en el cortejo de los cormoranes moñudos en Formentera. Se produjo un clamor, un estremecimiento de alegría sacudió la amura. "¡Lo tenemos!". Hubo quien se fundió en un abrazo con el desconocido de al lado. El barco volvió a rumbo y se llegó por fin a puerto. El rescate había durado algo más de media hora. Las más disparatadas teorías recorrieron el navío. De hecho, según fuentes del buque, el suceso fue producto de un desengaño amoroso. "Lo hizo por llamar la atención de su compañera y ya lo había intentado otra vez durante la travesía". Un oficial explicó la circunstancia de que no se hubiera lanzado ningún bote: "Estábamos ya en puerto, es verano, el agua tiene buena temperatura. No era necesario". ¡Diablos!, eso supone confiar mucho en la capacidad natatoria humana. "Si hubiera sido en alta mar, lo habríamos ido a buscar desde el barco".
A la salida del buque, pudo verse al náufrago rescatado. Estaba en una ambulancia del 091 con la puerta abierta y aparecía envuelto en una manta hecho un eccehomo marino. Quien le situó allí, junto al paso de los vehículos con prisas que abandonaban el buque, debía de tener espíritu de Pilatos, pues visto el retraso y salvada la vida del sujeto, la solidaridad se había transformado en buena medida en críticas. Así lo sintetizó uno: "Ahora que ya lo han sacado del agua, pueden lanzarlo a los tiburones".
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