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Tribuna
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La sinrazón

Nuestros antepasados -entre los que nos contamos- utilizaban una expresión que hoy carece de significado: tener razón, dar la razón, quitarla por las buenas o de cualquier manera. Y algo muy sorprendente: el cliente siempre tiene razón. Sospecho que fue una fórmula posibilista en los remotos tiempos en que el mundo era el escenario donde una especie llamada fabricante y su apéndice, el intermediario, intentaban dar salida a las manufacturas en un mercado salido de la permuta o el intercambio entre bienes y servicios. ¿Querrán ustedes creer que hubo época en que tuvo validez la retrógrada máxima de que el buen paño se vendía en el arca, esto es, era desconocida e innecesaria la publicidad y los pueblos y las naciones sobrevivían sin grandes almacenes, saldos y rebajas? Cuesta creerlo, pero multitud de documentos y testimonios históricos así lo avalan. Si un comerciante llegaba de Brujas o de Malinas ofreciendo telas y encajes de buena calidad, el propósito era cierto. Hoy -forzoso y triste es reconocerlo- las cosas caminan por rutas muy otras.La personalidad del cliente, del usuario se ha deteriorado hasta el punto de que se ha hecho precisa la creación de un organismo de defensa del consumidor, lo que, si lo pensamos detenidamente, no deja de ser una aberración. Tradicionalmente, el tráfico de cosas venía determinado por la simple propuesta de la oferta y la demanda. Incluso el mercader deshonesto era afligido con castigos corporales, hoy situación impensable, por ejemplo ante una partida deteriorada -o falsificada- de pantalones vaqueros o la composición misteriosa y de dudosa salubridad de alimentos enlatados o congelados.

Pocas cosas se corresponden con la calidad prometida y lo más fastidioso es el escalón subalterno donde venimos confinados los llamados -a la fuerza ahorcan- consumidores. Si uno intenta, en el mercado, comprobar previamente la calidad o grado de madurez de una fruta, lo más probable es que el dependiente o encargado nos increpe y prohíba manosear "el género". Y no por razones de higiene -tratándose de alimentos provistos de piel, por ejemplo-, sino a causa del posible rechazo del adquiriente. "Le digo yo que son de buena calidad, y basta", puede oírse, cuando nadie ha otorgado al otro autoridad en la materia. No sólo nos quitan la razón, sino que lo hacen, en ocasiones, con malos modales. De forma sinuosa y astuta se ha creado una situación de prepotencia en la que, contrariamente a la vieja norma, el cliente jamás tiene razón.

A partir de cierta edad, las gafas son absolutamente indispensables. Un servidor, que no es la excepción, precisa de ellas para ver de lejos, de cerca, para enfrentarse al ordenador, a la televisión, al cine, a la carretera y sin un consumado ajuste, la visión es defectuosa. No creo que haya sólo dos tipos de afecciones y la prueba es el dineral que llevo gastado en las costosas prótesis. Bien; ignoro las causas pero vengo padeciendo últimamente la molestia de que me resbalan por la nariz -aporto el poco vanidoso dato de que es grande-, lo que me obliga a visitar al óptico para que reajuste las patillas, algo que no recuerdo en el pasado. Y resulta que la culpa es mía: "Ya le hemos dicho", indica con cierta severidad el técnico, "que tiene que quitárselas con ambas manos, no arrancarlas con brusquedad". Un defecto de la educación recibida, difícilmente remediable. Procuro acudir a diferentes establecimientos, para lo que he confeccionado rutas alternativas.

La vida común está hecha de pequeños retales, de los que somos subsidiarios, con la impresión de que, muy a menudo, llevamos la peor parte, lo que hace que nos sintamos torpes, incómodos y desplazados. En la parada del autobús hemos de mantener una actitud de permanente vigilancia, pues la camioneta estacionada al lado impide su apercibimiento. Como las detenciones son discrecionales no parece de la competencia del conductor comprobar si algún ciudadano espera. Mucha gente posee más de un reloj, porque son objetos baratos que han perdido el carácter suntuario. Lo que suele fallar no es la maquinaria, dependiente de la pila, fácilmente sustituible, sino la pulsera de plástico que, al cabo de un determinado número de manipulaciones, se rompe indefectiblemente. Es posible que cualquier persona joven, al llegar a mi edad, llegue a tener un armario lleno de relojes japoneses, americanos o alemanes que no pueda ceñirse a la muñeca. Todos en correcto estado de funcionamiento. En este y otros casos, nadie nos dará la razón, y queda el patético recurso de formular las reclamaciones al maestro armero o a los paúles, según el viejo dicho madrileño.

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