La importancia de un buen paraíso
De pie en el estrado y deslumbrado por los focos, el candidato sudaba como si lo estuvieran persiguiendo. Sudaba y bebía agua, se secaba la frente con un pañuelo blanco muy bien planchado y seguía hablando sin descomponer el gesto, pero ya el sudor se había apoderado del cuello de su camisa. No hay duda de que fue un mal presagio. José Bono bajó del escenario exhausto, después de un discurso largo que no consiguió emocionar. Había que esperar el turno de su más directo rival, José Luis Rodríguez Zapatero, pero una frase del diputado socialista Joaquín Leguina ya sonaba a premonición por los pasillos del congreso: "La política", decía sin señalar el que fuera durante doce años presidente de Madrid, "es rigor intelectual, pero sobre todo es emoción". Ayer, Bono no consiguió emocionar y Zapatero sí. Ganó el segundo.La jornada de ayer había estado precedida de una noche terrible de intrigas, conspiraciones y malos modos. No se sabe de quién partió la orden, pero, a eso de las tres de la madrugada, la organización decidió expulsar a los periodistas de la comisión de estatutos para evitar que constataran el subido ambiente de corral de vecinos. La mañana, a pesar de las ojeras, transcurrió de otra forma. Sobre todo desde que Rodríguez Zapatero -el último en intervenir por caprichos del azar- subió al atril de oradores. El aspirante se había preocupado de que sus incondicionales sin derecho a voto tuvieran un lugar en el gallinero del auditorio, también llamado paraíso. Una estratagema tan vieja como eficaz. En los viejos teatros del Madrid castizo nunca faltaban espectadores que, a cambio de entrada gratis y dicen que propina, jalearan y contagiaran su entusiasmo al resto de la concurrencia. Quitando lo del aguinaldo, así pasó ayer. El público estuvo con Rodríguez Zapatero desde el principio y sus aplausos fueron bajando en catarata hasta contagiar a los del patio de butacas, delegados con todas las de la ley, una credencial roja colgándoles del cuello y un voto crucial en el bolsillo.
La salida de Rodríguez Zapatero fue apoteósica. No lo sacaron a hombros de milagro. Los miembros de su claque, espontáneos o no, lo vitorearon, abrazaron, piropearon, besaron y acariciaron. Ni primero Borrell ni luego Almunia habían conseguido tal entronque con la afición durante sus respectivos liderazgos. Sí González, pero eran otros tiempos y no conviene sumar peras con manzanas.
Felipe, al menos hasta la noche de ayer, se sigue manteniendo en un discreto tercer plano. Ni declaraciones ni gestos. Sólo la atracción que sigue ejerciendo para los fotógrafos y el humo de su cigarro -es el único al que se permite fumar en el auditorio- dan fe de su presencia. Entra en coche por el sótano y se va de igual forma. ¿A qué hora llega y a qué hora se va? También esto forma parte del misterio.
Un mitin sin meterse con el contrario no es ni un mitin ni nada. Algo parecido debieron pensar los asistentes, ayer, a la intervención ante el auditorio de los cuatro aspirantes a la secretaría general: Rosa Díez, José Bono, Matilde Fernández y José Luis Rodríguez Zapatero. A falta de arremeter contra el rival -no se ve bonito entre compañeros de partido, al menos en público-, ¿con qué argumentos conseguirían los candidatos emocionar a sus votantes? La exaltación del yo, la autocrítica feroz o un informe riguroso sobre la situación del partido -de dónde venimos y adónde vamos- no dieron resultado. Así que Rodríguez Zapatero, con la ventaja que le proporcionó intervenir el último, tiró por otra calle. Habló alto, apeló a la emoción -se acordó de Ramón Rubial, también de la alegría de ver allí sentado a José Asenjo- y se fundió en un aplauso continuo con el respetable. La claque funcionó. Y lo hizo, a decir de muchos, porque el PSOE ya estaba necesitando ilusionarse con algo. "¡Es la primera vez que gano algo en el partido!", gritaba con júbilo Consuelo Rumí, delegada por Almería. "Es la esperanza otra vez", añadía, "la ilusión de salir de este bache".
Si una cámara hubiera enfocado ayer a 20 ó 30 militantes socialistas abrazándose, saltando, gritando ¡Zapa, Zapa!, el espectador desprevenido a la hora de la siesta hubiera pensado que eran imágenes de archivo, un documental de otra época, de otros triunfos. ¿Desde cuándo no se vivía entre los socialistas una alegría tan sincera como la que sucedió ayer al triunfo de Zapatero? Si esa misma cámara hubiera abierto el campo de su enfoque, el mismo espectador ya habría caído en la cuenta de que se trataba de una alegría parcial -del 41%- construida sobre la decepción de otros -el 40%-. Pero aun así, y por unos momentos, los socialistas saborearon ayer por la tarde, Palacio de Congresos de Madrid, el ya inusual sabor de la victoria, la emoción de la política, el abrazo al ganador.
A lo largo de la tarde, y aunque sólo fuera por nueve votos, los de Zapatero pasearon su contento entre los demás y les contagiaron de tal modo que la victoria pareció abrumadora. Muchos que no lo habían votado se fueron apuntando a su éxito. Sabido es que el lenguaje de la victoria lo suaviza todo. A sudar se le llama transpirar. Y al gallinero, paraíso.
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