La pregunta
Salgo a pasear el domingo por la mañana por una ciudad lejana y me choco con un ejemplar de EL PAÍS que anuncia el asesinato de José María Martín Carpena. Es la primera vez que recuerdo haber leído este nombre y, sin embargo, me hago la pregunta que se suelen hacer los familiares de las víctimas: ¿Por qué?El miércoles, la radio del coche me trae una voz conocida que suena nerviosa. Es la de José Manuel Atencia, de la Cadena SER, que anuncia que ETA ha estado a punto de acabar con la vida de José Asenjo y de su familia. A Asenjo sí lo conozco: habremos hablado media docena de veces y he apreciado en él virtudes que son raras entre los políticos. Me vuelvo a hacer la misma pregunta idiota: ¿Por qué?
No hay respuesta para las preguntas idiotas. No hay que preguntarse por qué ETA quería acabar con Martín Carpena o con Asenjo. Hay sólo que preguntarse por qué no. Pero la pregunta idiota surge cada vez que hay un nuevo atentado. Hay entre los familiares de las víctimas el deseo de tratar de buscar una lógica a la barbarie y cuando no la encuentran muestran su asombro y acude a sus labios la horrorosa pregunta: ¿Por qué?
La pregunta tendría sentido si hubiera víctimas que se merecieran la muerte y otras que no. Sólo entonces cabría preguntarse por qué atentan contra unos y daríamos por bueno el resto de los asesinatos. Tanto horror proviene de un error, de la creencia de que la violencia indiscriminada puede ser un arma legítima.
Hace años, cuando en este país gobernaba un general psicópata llamado Francisco Franco, hubo una película que se puso muy de moda entre la izquierda. Era, naturalmente, una película que había que ver en el extranjero porque aquí estaba prohibida. Se llamaba La Batalla de Argel y la había dirigido Gillo Pontecorvo. Había una escena que suscitaba debates morales entre los antifranquistas: una mujer argelina entra en un café a poner una bomba. En el café hay un niño. La mujer duda un instante pero decide cumplir su misión. El café estalla y se supone que muere el niño, del que la película no vuelve a darnos noticia. Late una moraleja cruel: hay fines que lo justifican todo.
Los periódicos de ayer traen la foto del principal sospechoso del asesinato de Martín Carpena. Es un joven de 26 años que conserva una mirada entre desafiante y huidiza que es más propia de un adolescente patoso que de un asesino. Se llama Gorka Palacios Alday. Gorka no había nacido aún cuando yo vi en un cine de Londres La Batalla de Argel. Es muy probable que Gorka no haya visto esta película ni siquiera sepa de ella.
Desgraciadamente, en el País Vasco no hay que acudir a viejas películas para empaparse de odio. Muchos niños reciben las oportunas dosis desde el jardín de infancia. Hay textos racistas que serían considerados delictivos en el resto de Europa cuyo estudio es fomentado y subvencionado en el País Vasco.
Aquí todos han revisado su pasado, menos los nacionalistas. Los comunistas han abjurado de Stalin; la derecha, de Franco, pero los nacionalistas siguen teniendo en un altar al loco de Sabino Arana, en quien el joven Gorka Palacios Alday habrá encontrado una fuente de autoridad para justificar su excursión al sur.
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