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Tribuna:ARTE Y PARTE
Tribuna
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Por fin, muebles bien diseñados ORIOL BOHIGAS

Hace años que estamos magnificando el rol del diseño industrial en la cultura moderna: debates históricos y críticos, cursos universitarios, revistas especializadas, exposiciones, museos. Es un proceso que ha contribuido, sin duda, a lograr relativas excelencias, a proclamar maestros que son reverenciados por los artistas, los fabricantes, los vendedores y, sobre todo, los publicitarios, pero que ha participado también en la vorágine del consumismo, descargando la mala conciencia en la falacia de la cultura. En este proceso ¿han sido mantenidas las iniciales intenciones morales y sociales del diseño tan proclamadas desde la segunda mitad del ochocientos? Quizá se ha logrado que el "buen gusto" interviniera a menudo en la forma del producto industrial, y, sin duda, que los sistemas productivos se racionalizaran apoyándose en ciertos preconceptos plásticos. Pero, los artistas que hemos proclamado líderes del diseño industrial ¿han sido los autores reales de las etapas definitivas de este proceso o, más bien, después de marcar los itinerarios iniciales han tenido que marginarse de la eficacia proyectual de la gran industria?Los primeros maestros del Movimiento Moderno tuvieron una gran importancia en la creación de prototipos y en la propuesta de una plástica que pudiera admitir la racionalidad de la industria, la economía de producción y la adecuación popular de las nuevas funciones, tres puntos del credo fundacional del diseño. Pero la dislocación llegó enseguida: la industria desarrolló sólo aquellos prototipos que se adecuaban a sus propias reglas y que modificaban menos la vulgaridad usual. Mientras tanto los esnobs culturales sobrevaloraban los prototipos cuyas excelencias no se industrializaban o lo hacían a unos costes altísimos. Así, por las sillas de Le Corbusier, Aalto o Breuer han pagado unas cifras que por sí solas desacreditarían la ideología del diseño industrial. Construir una silla más cara y más incómoda que los antiguos modelos era una contradicción de la que, por cierto, se percataron antes que nadie los propios maestros cuando, de golpe, reivindicaron en sus mismas obras el uso de los viejos Thonet (Le Corbusier) o la tradicional silla de enea (Sert).

Más tarde, en la algarabía del consumo posmoderno, la situación empeoró. Ya no hubo que disimular un discurso ético. Eran suficientes los exabruptos de la estética, sobre todo en el diseño de los muebles y de los entornos cotidianos: la cursilería ornamental de los floreros y las cafeteras de Sottsass, de Mendini o de Jencks, los sillones imposibles de Gehry, de Venturi o de Botta, los boudoirs de Graves, los armarios de Portoghesi, los retretes de Stark. Tema, forma y sistema de producción fueron el signo de una decadencia del diseño que -como ocurrió con el Art Déco frente a las vanguardias- simulaba una modernidad de exabruptos para disfrazar el carquismo mental de una cierta progresía.

Habría que matizar algunas de las exageraciones agresivas de los párrafos anteriores debidas, ciertamente, a la excesiva simplificación que exige un artículo. Ese diseño banal no es generalizable ni absolutamente inútil. Hay que reconocer que algunos diseñadores conspicuos se han empeñado en mantener la tensión ética. Y ciertos diseños disparatados han tenido su relativa utilidad, aunque sea para entender de dónde vienen otros problemas. Por ejemplo, la triste calidad de los interiores del nuevo aeropuerto de Malpensa en Milán, proyectados por Sottsass, se explica y quizás se interpreta si la relacionamos con la larga historia de diseñador errático del mismo proyectista.

Pero la gran industria -la auténticamente innovadora- ha seguido su camino autónomo y ha abandonado las fantasías de los diseñadores famosos. Los nuevos trenes, los electrodomésticos, los coches, los ordenadores, los bolígrafos, los materiales y los prefabricados para la construcción han logrado unos admirables resultados con equipos de diseño bastante anónimos que han devuelto a las formas la racionalidad de la función y del proceso de producción y han acabado comprendiendo mejor la modernidad de los cambios figurativos. Mientras tanto, muchos diseñadores de revista y escaparate se han refugiado en el mobiliario doméstico y en las diversas banalidades del consumo residencial. En una casa de la media burguesía encontramos hoy un panorama curioso: teléfonos, televisores, coches y ordenadores según una correcta línea de diseño, pero todo ello inmerso en un ambiente de muebles, cortinas, alfombras, vajillas y bibelots que son o malas imitaciones de modelos antiguos o -lo que es mucho peor- diseños grandilocuentes de autores ya desviados de las iniciales propuestas productivas, económicas y funcionales.

Pero si observamos la evolución de la industria del mueble, veremos que esta situación está cambiando radicalmente. Este sector industrial por fin ha seguido la misma línea que el sector tecnológico: se ha emancipado de los diseñadores de alto copete y ha creado unos equipos propios relativamente anónimos, inmersos en los procesos industriales que, a través de las propias exigencias de la producción, se proponen dar respuestas claras a las proclamas sociales, económicas y funcionales que marcaron el inicio del diseño industrial. El impacto de diversas líneas de producción y venta dentro del sistema que ha implantado, por ejemplo, la firma internacional Ikea y sus parientes próximos o lejanos, es definitivo. Estas nuevas líneas han logrado ofrecer productos baratos y generalizables, componibles a la carta, alejados de todo estilismo con una formalización que no impone presencia significativa. Es decir, todo lo que reclamaban los fundadores del moderno diseño industrial. Es, quizá, el primer triunfo en el campo del mueble y del interiorismo. Un triunfo que quizá se ha retrasado tanto por culpa de las fantasías reaccionarias de los diseñadores glorificados por la publicidad y la academia. Un triunfo que va a tener, incluso, grandes consecuencias culturales: gracias a esas firmas innovadoras, asistimos a una lenta pero definitiva mejora del gusto popular, tal como imaginaban los pioneros: el antiestilo "ikea" -y el de otras empresas menos voluminosas que la han precedido y de las cuales hay algunas muestras valiosas en Barcelona- acabará siendo una línea de socialización cultural. Sólo habría que pedir a esos nuevos comercios que se radicalizaran y que eliminaran el 20% de su catálogo que todavía acepta las cursilerías del falso moderno. Un poco más de confianza, por favor, en la aceptación popular de la auténtica cultura moderna.

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