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La risa beata ANTONI PUIGVERD

El lector recordará el argumento de El nombre de la rosa, la celebrada novela de Umberto Eco. En ella, un anciano monje, Adso de Melk, narra los "horribles hechos" acaecidos en un monasterio que visitó en su juventud acompañando a Guillermo de Baskerville (un fraile deductivo y perspicaz, trasunto de Sherlock Holmes y del filósofo medieval Guillermo de Ockham). Durante siete días, en la imponente abadía, se acumulan los cadáveres. Como en las mejores novelas de suspense, cada nuevo asesinato sugiere un móvil equívoco. Finalmente, después de sensacionales episodios relacionados con la política papal, la homosexualidad, la Inquisición y las herejías, Guillermo de Baskerville deduce que todos los muertos están relacionados con un libro de lectura vetada: un tratado sobre el humor atribuido a Aristóteles que forma parte de la fabulosa y laberíntica biblioteca del monasterio. Uno a uno los sospechosos son descartados hasta que fray Guillermo desvela el ingenioso método mediante el cual Jorge de Burgos, el anciano bibliotecario, ciego y fanático, ha envenenado las páginas del libro con un pringoso ungüento: cada vez que un lector furtivo humedecía el dedo para pasar las páginas estaba lamiendo una pócima fatal.En el penúltimo capítulo, Guillermo de Baskerville y Jorge de Burgos se encuentran en el centro del laberinto y entablan un trepidante diálogo intelectual y moral. Guillermo lee y glosa unos fragmentos del supuesto texto de Arisóteles que defiende el humor como instrumento de la inteligencia liberadora. Jorge de Burgos, en cambio, justifica sus asesinatos: debe proteger la Verdad de la corrosión del humor. La risa -afirma el fanático- es inocua en boca del pueblo inculto y acrítico: "En la fiesta de los tontos, también el diablo parece pobre y tonto, y, por lo tanto, controlable". Pero si enseña a "liberarse del miedo al diablo", entonces la risa "es un acto de sabiduría". Concebida como "una operación del intelecto", la risa deja de ser un gesto mecánico, "impensado", y corroe todas las verdades incontestadas. "La risa sería el nuevo arte, ignorado incluso por Prometeo, capaz de anihilar el miedo".

También Milan Kundera ha reflexionado acerca de la riqueza que el humor introduce en la vida social y personal. Kundera reivindica a los fundadores de la novela europea precisamente por la ambigüedad, a la vez realista y sugestiva, que los personajes adquieren gracias a la ironía (Cervantes) y a la sonora carcajada subversiva (Rabelais). "François Rabelais", explica Kundera, "inventó muchos neologismos que después se incorporaron a la lengua francesa, pero uno de ellos fue olvidado: es la palabra agelasta, de origen griego, que significa el que no ríe, el que no tiene sentido del humor". Sigue Kundera: "No existe posibilidad de paz entre el novelista y el agelasta. Los agelastas están convencidos de que la verdad es clara y de que todos los humanos tienen que pensar lo mismo (...) mientras que la novela es el paraíso imaginario de los individuos, es el territorio en el que nadie posee la verdad". A la Verdad mayúscula, Eco y Kundera oponen un humor desmitificador, ambiguo, resbaladizo; un humor fundado en la inteligencia, no en la mecánica del instinto.

Partiendo de otro humorista, Franz Kafka, que ha pasado a la historia como un tremendo escritor trágico, Kundera dedicó una de sus mejores novelas, La broma, a estudiar la alergia que provoca el humor en el asfixiante Estado comunista. Una inocente broma política de un estudiante pone en marcha los kafkianos mecanismos del régimen: su novia, resentida, lo rechaza; amigos y familiares huyen de él como de un apestado; los profesores lo expulsan de las clases, y acaba en prisión sin entender nada. Tan poderoso es el efecto disolvente del humor que el régimen aplasta furiosamente a la hormiga por el mero hecho de ser risueña. Educados en el franquismo, los de mi generación conocimos la severidad ceñuda del régimen (las avinagradas expresiones de los jerarcas franquistas: con bigotes recortados y rictus de ulceroso) y la beneficiosa función terapéutica del humor: los chistes que circulaban en todos los ambientes sobre Franco eran la mejor disidencia. Franco tenía puños de hierro, pero todos, incluso los timoratos y los colaboradores, lo veían en risibles calzoncillos. Un régimen ridículo no podía perpetuarse. Todos sabían que el franquismo ideológico era de cartón piedra.

¿Qué función tiene hoy el humor, convertido en verdad única? Presentadores, guionistas, locutores y charlatanes rivalizan para exhibirse como el mejor payaso o el más chispeante burlón. Sin chanzas, parodias, escarnios, burlitas, bufonerías o farsas es ya casi imposible hacer hoy televisión, radio o periodismo. La broma, que podría ser una forma de disidencia, un instrumento de ventilación, un respiradero, se ha convertido en el dogma de la actual autoridad competente: el mercado del ocio. Ese humor obligatorio no funciona como vehículo de la libertad de pensamiento, no es un mecanismo de liberación ideológica o moral: es una retórica uniformante, una encorsetada moda, un eficaz edulcorante mental. El humor en boga carece de claroscuros, tiende a la obviedad y remite casi siempre a los defectos del más débil o del enemigo (político, mediático o personal). Con la sacarina de este humor obligatorio y populista desaparece la ambigüedad. Y sin ella ¿qué más da que las viejas verdades severas hayan sido sustituidas por verdades pálidas, ociosas y triviales? ¿No es, acaso, la risa diaria una versión light de la misa diaria? Sustituido el humor disolvente y crítico por el humorismo dulzón y obligatorio, las risas no son peligrosamente tumultuosas como las de Rabelais, sino devotas y mecánicas como las de un loro domesticado, como las del perro de Pavlov. Si en la fiesta medieval de los tontos el diablo aparecía tan necio como sus necios burladores, de manera que el miedo no era derrotado, sino desahogado, en la llamada sociedad del ocio el mecanismo de control se ha perfeccionado: desaparecido el diablo, son los dioses los que ahora dictan el perímetro de las carcajadas. He ahí la nueva religión de la inocencia: se ríe frente a la pantalla como antes se rezaba. Venid, riamos todos. En el templo, las risas son beatas.

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