Los accidentes de tráfico y el crecimiento económico ANTONI PLASÈNCIA TARADACH
Tragedias como el reciente accidente de Soria suponen una oportunidad, aunque sólo sea por unos días, para recordar el estado de la cuestión de los accidentes de tráfico en España. La bonanza económica del último quinquenio -con un incremento de cerca del 20% del parque de vehículos- se ha visto acompañada de un aumento ininterrumpido y de magnitud semejante del número de accidentes y de víctimas de tráfico. En términos generales, significa que las políticas y acciones de seguridad vial no están logrando contener el incremento de riesgo asociado al aumento del número de vehículos. Ante esta situación, cabría preguntarse si la relación entre crecimiento económico y accidentalidad de tráfico es realmente inevitable y si el coste en capital humano que la sociedad española está pagando es sostenible.Existen datos internacionales claros de que el incremento de vehículos no tiene por qué inevitablemente implicar un incremento del número de accidentes y de víctimas de tráfico. En Europa, países como el Reino Unido, Holanda o Suecia han experimentado incrementos recientes de su parque automovilístico, sin un impacto negativo en el número de accidentes. Incluso en España, en la primera mitad de los años 90, a pesar de un aumento del número de vehículos del 16%, las víctimas disminuyeron un 26%, fruto de un esfuerzo legislativo y coercitivo -el Reglamento General de Seguridad Vial-, de una notable inversión en mejora de las infraestructuras y la seguridad de los vehículos, y posiblemente también de las iniciativas de sensibilización de la población. En suma, el impacto negativo de las actuales tendencias de la motorización es claramente evitable.
¿Qué sucede pues en España para que la situación actual contradiga de manera tan flagrante la afirmación anterior? Ocurre que la sociedad española en su conjunto va aceptando con fatalismo y resignación que los accidentes de tráfico son el precio que hay que pagar por el crecimiento económico y que, a fin de cuentas, el problema principal radica en que la gente -los conductores- no se comportan de manera adecuada al volante. Este mensaje del factor humano como responsable principal de los accidentes pasa por alto que existen otros muchos factores ambientales relacionados con los accidentes y con la propia conducta humana cuya modificación puede contribuir de manera efectiva a atajar el problema. Entre ellos está el entorno social y económico -que forja valores y actitudes-, el contexto legislativo y coercitivo -que sustenta las acciones de los poderes públicos- y la vialidad y la tecnología del transporte -que plantean riesgos y beneficios en permanente renovación-. No tener en cuenta estos aspectos fundamentales y limitar el diagnóstico a un problema de "factor humano" es un simplismo inaceptable, comparable a hacer a los fumadores responsables de su cáncer de pulmón, o a culpar a las personas anoréxicas de sus trastornos de alimentación. En ambos casos, sabemos y aceptamos que fumar o dejar de alimentarse son en gran parte el resultado de influencias del entorno social, sobre las que tratamos de actuar, a pesar de las dificultades.
Desde esta perspectiva, el reduccionismo que supone dejar el problema de los accidentes de tráfico a la irracionalidad o la irresponsabilidad humana acaba desembocando en un olvido del papel que distintos actores de nuestro país tienen en este problema. Por ejemplo, a pesar del incremento de la motorización y de los accidentes, el presupuesto de la Dirección General de Tráfico no se ha modificado, ni tampoco han aumentado los efectivos policiales para hacer cumplir las normativas vigentes, lo que resulta en una creciente sensación de impunidad de los infractores, especialmente en aspectos como la velocidad o el uso del cinturón y del casco. El hecho de que en los últimos cinco años la tasa de denuncias por mil vehículos haya disminuido un 30% -datos de la propia DGT-, difícilmente puede indicar que la disciplina vial ha mejorado sustancialmente, sino más bien que el sistema es cada vez menos capaz de controlar la situación y de hacer cumplir las normas. Asimismo, iniciativas de probada efectividad como el carnet de puntos, el acceso gradual a la conducción de los jóvenes, o los limitadores de velocidad en los vehículos parecen haber quedado aparcadas, víctimas de la presión de otros grupos de interés. En este contexto, con cada vez más vehículos y más rápidos, y ante unos mensajes publicitarios sobre sus prestaciones cada vez más presentes y persuasivos, pedir a los ciudadanos que mantengan la cabeza fría y el pie lejos del acelerador es un esfuerzo casi cínico.
Se ha dicho que toda sociedad tiene los accidentes que está dispuesta a tolerar. Pero no podemos olvidar que el nivel de tolerancia depende de la compleja relación entre los costes y los beneficios que cada sector implicado pueda percibir. En estos últimos años, los indudables beneficios del crecimiento económico y de la motorización nos han hecho olvidar -o por lo menos relativizar- algunos de sus costes sociales más graves, como son los muertos, los heridos y los discapacitados por accidentes de tráfico. Aunque muchos consideramos que estos costes son evitables, el crecimiento actual sólo podrá ser sostenible en términos de capital humano si el conjunto de los agentes políticos, técnicos, industriales y sociales deja de "mirar hacia el otro lado" y asume su corresponsabilidad en hacer frente a los efectos indeseables de la motorización. Ello significa cambiar el paso sin tibiezas, con actuaciones coherentes y con nuevas y sostenidas inversiones. Con ello, las familias de las víctimas de Soria no recuperarán a sus hijos, pero quizá sí la confianza en una sociedad más justa y solidaria.
Antoni Plasència Taradach es doctor en medicina, director del Instituto Municipal de la Salud de Barcelona y profesor asociado de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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