Urinarios
Los chirimbolos con retrete no son negocio. No lo son al menos en Madrid, donde los 17 aseos que instaló hace cinco años la empresa Mobiliario Urbano en el centro de la capital no dan ni para comprar rollos de papel. Sólo 13 personas como término medio utilizan estos urinarios automáticos en los días de más tráfico intestinal. Los aliviaderos llegaron a Madrid en medio de la gran polémica que se montó por la siembra masiva de elementos urbanos, la mayoría de los cuales no tenía otra función que la de mero soporte publicitario.No era, sin embargo, el caso de los aseos automáticos, cuya implantación parecía bien justificada en el objeto de cubrir las necesidades escatológicas de la ciudadanía viandante. Bien cerca teníamos la experiencia de París, donde los 400 váteres que hay montados operan siempre a pleno rendimiento. Tal vez los responsables de la empresa instaladora no valoraron algunas diferencias notables que separan a nuestra ciudad de la capital francesa.
Para empezar, en Madrid hay más de 15.000 bares donde se puede entrar a hacer pis o lo que sea menester sin que nadie suela poner freno a la carrera hacia el retrete. Es verdad que la mayoría de ellos están bastante asquerositos, pero al menos aquí no hay nadie en la puerta con un cazo para cobrar los cinco francos que te clavan los establecimientos parisinos por tal descarga. Existe, además, un aspecto cultural importante en la falta de gancho de los aseos mecánicos. Aquí tenemos mucho personal masculino al que hasta le resulta gracioso, o incluso viril, ponerse detrás de un coche o arrimarse a un árbol para regarlo con el caudal de su fontanería interior. Eso lo hacen con cierta soltura y, en cambio, recelan de un ingenio que, de experimentar una imprevista apertura de puerta por cualquier fallo mecánico, puede dejarle con los pantalones en los tobillos y el culo al aire en medio de la vía pública. Los hay también que le dan vueltas a la cabeza, se ponen en lo peor y contemplan con temor la posibilidad de que la máquina enloquezca y decida por su cuenta someter a su cliente al lavado intensivo con jabón y agua a presión con que sistemáticamente limpia el interior del recinto al término de cada servicio.
Hasta ahora no tengo noticias de que se haya dado tal supuesto, pero el miedo es libre. Los detractores del invento cuentan, sin embargo, el caso de un niño de corta edad que hace quince o veinte años sufrió en Italia un grave accidente dentro del aparato a causa de una anomalía técnica. Un suceso que, según nos dicen, no podría producirse hoy en día porque las máquinas de última generación están dotadas de un dispositivo capaz de detectar la entrada en su interior de alguien que pesa menos de 25 kilos. En ese supuesto no le niegan el acceso, pero se mantiene la puerta abierta permanentemente. Asimismo, los fabricantes han conjurado toda posibilidad de que el usuario quede encerrado en el agobiante habitáculo de 1,30 metros de diámetro. Para que nadie reviva las angustiosas escenas que protagonizara José Luis López Vázquez en La cabina, se dispuso una doble manilla, de manera que, si falla la hidráulica que cierra el recinto, entra en funcionamiento la manual para poder salir sin ninguna dificultad.
La verdad es que los pocos que utilizan el invento en Madrid no parecen quedar descontentos con el servicio. Salvados los mencionados recelos, y una vez tomada la decisión de confiar a la cibernética, el apoyo logístico que requieren nuestras necesidades fisiológicas cuando se manifiestan en plena calle, la mayoría abandona la cápsula como si hubiera realizado un placentero viaje espacial. La gente agradece por encima de todo la limpieza, en abierto contraste con la media de los servicios públicos.
Unos cuantos encuestados, a los que se interrogó sobre su experiencia a los pocos segundos de vivirla, mostraron su satisfacción por encontrar siempre a punto el preceptivo papel que resulta indispensable para cumplimentar el rito en unas condiciones higiénicas aceptables. Y todo eso por el módico precio de diez duros. Ese chirimbolo merece mejor suerte que la de sus compañeros de Mobiliario Urbano. Ponga un urinario mecánico en su vida.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.