Perros suicidas
¿Por qué se suicidan los suicidas? Los suicidas se suicidan porque no quieren seguir viviendo, lo cual supone una afirmación, aunque cierta, muy vaga y que incluye muchas y muy diversas causas que conducen a esa definitiva y fatal apatía. Los suicidas también se suicidan por desesperación, lo cual incluye una gran dosis de precipitación sin retorno. Los suicidas se suicidan por espanto, lo cual supone pavor al mundo, a los demás o a sí mismo. Y luego están los suicidas que se suicidan, muchos, porque no son queridos y, en última instancia, han sido abandonados. Estos últimos, los suicidas tristísimos de amor, no quieren seguir viviendo, están desesperados, sufren espanto. El suicidio por amor es el más triste de los suicidios porque el suicida no hubiera querido morir sino vivir amado.Rasty amaba a su dueño (palabra curiosamente relacionada con el amor más puro). Seguro que le amaba, porque el amor es ciego y, el más puro, leal hasta la muerte. Su dueño no, el dueño de su corazón maltratado y de su cuerpo maltrecho, no amaba a Rasty. Le abandonaba en la terraza de un sexto piso madrileño, a pleno sol del mediodía de verano, durante horas e incluso días, y Rasty desfallecía echándole de menos y enfermando. A veces, Rasty conseguía volcar el cacharro del agua, que su dueño le dejaba como un vestigio mínimo de lo que hubiera podido ser el amor (siempre dan algo y agua a sus víctimas, los torturadores), para tumbarse encima y aliviar por segundos la asfixia de su corazón y de su cuerpo. Esperaba a su dueño con esa mezcla de ilusión y temor con la que siempre se espera a quien se ama aun sin esperanza. Pero hace una semana el dueño amado no volvía y la temperatura en Madrid era de 40 grados y Rasty, un samoyedo con el pelo y la piel preparados para que el frío del desamor y de la nieve no alcanzaran su corazón, no pudo esperar más, no aguantó por más tiempo la indiferencia de su amado, la sed de su agua y de su cobijo, el sufrimiento de la soledad y del calor insoportables, y se lanzó al vacío desde esa terraza en la que hubieran podido ver juntos las polillas y los pájaros del atardecer, empaparse juntos con el juego de una manguera, suspirar al fin frescos y sonrientes por las noches. Rasty se tiró desde un sexto piso porque no soportaba más, porque incluso llegó a pensar que su dueño amado le necesitaba, seguro que le necesitaba y no podía llegar hasta él, hasta el tacto reconfortante de su lomo, hasta su corazón abrasado. Rasty nunca creyó que su dueño no le amara, pensó incluso que su dueño agonizaba de sed allá abajo y que, seguro, juntos podrían beber y protegerse. Tanto calor sin él no era comprensible.
Se suicidó, Rasty. Su suicidio es tristísimo porque él no quería morir. Como a todos los enamorados, a Rasty le hubiera bastado con un cacharro de agua fresca y una caricia a la sombra, hubiera sido suficiente la certeza del amor de su dueño. Rasty no soportó el calor ni soportó el espanto de no ser escuchado. Algunos vecinos aseguran que intentó saltar varias veces, hasta que lo consiguió: esa puntillosa y empecinada determinación que otorga a los suicidas su eterna dignidad.
El amado dueño de Rasty ha sido denunciado y se pedirán para él 10 años de inhabilitación para tener animales (para gozar del amor más puro) y una multa de 2.500.000 de pesetas. Está bien, porque es culpable de la muerte de Rasty: no del desamor (¿quién puede obligar a otro a amar?), sino del secuestro y la tortura. Está bien, porque seguro que se le quitan las ganas de volver a intentar ser una buena persona. Pero lo que deseo, para este amado dueño y para todos los que son incapaces de percibir el dolor de los que aman con un fervor sin palabras y moviendo la cola, es que por cada uno de los segundos que ocupen esos 10 años, por cada una de las pesetas que completen esos 2.500.000, haya un fogonazo de memoria insoportable, ilustrada por los ojos deshechos de alegría de esa bolita blanca que algún día fue Rasty, por el tacto de esa tripilla blandita que alguna vez ofreció a la crueldad de sus manos, por los deliciosos pinchacitos de sus dientes de cachorro. Yo deseo que pague sus multas, pero sobre todo que cargue con la culpa de que alguien inocente y adorable se suicidó sólo por él.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.