Vuelta ciclista
Nada tengo en contra de las carreras de bicicletas; ni contra los esquimales, ni siquiera contra el popular y degradante programa televisivo que ha conducido esa iracunda señorita llena de arrugas. Hace tiempo que están amortizados en mi memoria aquellos espeluznantes artefactos de dos ruedas, alquilados sádicamente a niños como yo, hace setenta años, en El Caballo de Hierro, un negocio de la calle de Antonio Maura, junto al parque del Retiro. Pesaban cerca de 30 kilos, eran de piñón fijo y asombra que estuviera permitido su manejo a las criaturas de entonces; era como ir montado en un tren de laminación cuesta abajo y sin frenos.Estamos en plena temporada de las vueltas ciclistas, cuya primera gran competición internacional tuvo lugar, hace unas semanas, en Italia y que culmina con la ronda francesa. Siento el mayor respeto, rayano con la indiferencia, hacia estas muestras, enmarcadas en lo deportivo, aunque barrunto que, como la mayoría de las actividades humanas colectivas, estén dominadas por intereses crematísticos. Leí en alguna parte que el mundo del ciclismo de competición mueve, al año, unos 75.000 millones de pesetas, menos que el fútbol pero, comparativamente, más que la educación pública.
La brillante mentalidad de los comentaristas lo denominaban "la serpiente multicolor" y grandes talentos franceses, como Tristan Bernard, le consagraron ingenio y especial dedicación. Sin ir más lejos, Federico Chueca, el autor de La Gran Vía y Agua, azucarillos y aguardiente, era un consumado pedalista. En otras épocas, las reseñas se hacían en las redacciones de los periódicos, quizás en los cafés o las pensiones que jalonaban la ruta, algo que escamoteaba a las crónicas la flagrante improvisación que hoy tienen la televisión y la radio. En la subida de un fastidioso repecho, el locutor nos dice que Fulano, "con un poco de bronquitis", no estaba dando los mejores resultados, lo que resulta enternecedor y comprensible. Mi ignorancia apenas justifica el presente comentario irresponsable, por lo que solicito la indulgencia de los aficionados. Exhibo, como vergonzante explicación, que aquel día festivo estaba anunciado en el programa de la segunda cadena el Roland Garros, cuya conexión se demoró más de dos horas a causa del otro espectáculo que docenas de cámaras, unas fijas, otras circulantes, aéreas y desde todos los ángulos, ofrecían del dichoso Giro. Admito, aunque no comparto de buen grado, que mucha gente considere el tenis como algo aburrido, lo que permite expresar sentimientos analógicos.
En todos los tamaños, desde perspectivas inverosímiles, aparecen seres humanos, hombres siempre, pues parece ser disciplina eminentemente masculina, de frente, de lado, de espaldas, desde arriba, afanándose en el superado empeño de dominar escalofriantes cuestas arriba que, salvo en China, nadie está obligado ni precisa hacerlo. Comprendo las competiciones automovilísticas, donde esforzados pilotos, embutidos en prototipos irracionales, hacen lo posible por estrellarse contra un árbol, e incluso las monótonas -siempre lo son estas cuestiones para el lego- evoluciones asombrosas de los motoristas, rozando el asfalto del circuito con las orejas. No soy capaz de compartir las emociones del ciclismo, por evidente falta de instrucción, aunque intento explicármelo imaginando ser un nativo de Villaba, mallorquín o toledano, tierra nutricia de campeones.
A menudo, en jornadas ociosas, se ven circular por las calles madrileñas -supongo que en todo otro lugar- ejemplares varoniles, inclinados sobre el manillar, ataviados con el traje ceñido, con estratégicos puntos para insertar la publicidad, esquivando mortíferos automóviles, frenando ante el semáforo y dando un ejemplo al resto de los ciudadanos de que es posible mostrarse de esa guisa sin padecer problemas psicológicos. Hasta ahora no se producen serias reivindicaciones femeninas, aunque me permito señalar que, por la parte que nos toca, jamás se ha protestado -que yo sepa- sobre la exclusividad que el antiguo sexo débil mantiene en el terreno de la gimnasia rítmica. Encuentro pobre el acompañamiento popular del deporte de la bici. En los pueblos, apenas unas docenas de lugareños animan los que también se llamaron "forzados de la ruta", en un alarde de originalidad intelectual. Claro, que otra cosa será el final del Tour, si llega vistiendo la camiseta amarilla un compatriota, acontecimiento que reclama representantes diplomáticos y autoridades destacadas en los Campos Elíseos. Todo por la patria.
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