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Formar jueces en serio

En un manual muy usado durante años en la preparación de las pruebas de ingreso a la judicatura podía leerse que "la oposición es esencial, e inevitablemente, por tanto, la ejecución en el acto del examen de los discos previamente impresionados en el cerebro del opositor con arreglo al programa". El símil, sin duda condicionado por el que, por entonces, comenzaba a ser ya un imparable ascenso del microsurco y por la generalización del pick-up, tiene, no obstante, un referente cultural de mucha más vieja data. En realidad, remite a la histórica figura del juez "fonográfico", y lo hace con una plasticidad que hubiera hecho las delicias de Montesquieu, su diseñador.Tal modelo de juez es el propio del formalismo interpretativo, concepción que se concreta, sintéticamente, en la afirmación de que toda disposición legal contiene una norma fácilmente identificable, que es la que corresponde al significado intrínseco, objetivamente dado por el legislador a sus palabras. Partiendo de tal presupuesto, la interpretación y, desde luego, la aplicación judicial del derecho se resuelve en una tarea fácil y esencialmente técnica cuyo vehículo es el método lógico-deductivo.

Este modo de concebir el orden jurídico y su proyección práctica tienen un reflejo inmediato en la manera de entender el modelo de juez; y ya, antes de nada, en el plano de la formación. Si el ordenamiento está contenido en un conjunto de documentos normativos de significado unívoco o fácilmente determinable, al futuro aplicador le bastará conocer un catálogo virtualmente cerrado de nociones, para después operar con ellas de forma casi mecánica. En consecuencia, la preparación necesaria consistirá en prestar un sencillo apoyo al aspirante en la tediosa tarea de asimilar tal conjunto de saberes hipercodificados y desproblematizados, que luego deberá reproducir ante el tribunal examinador en la forma de la metáfora que abre estas líneas.

En este sistema de aprendizaje del oficio judicial, el primer tramo formativo se completa con otro -apenas significativo y, por ello, prescindible- de iniciación a las rutinas aplicativas. Esa peculiar disociación de una (supuesta) teoría sin práctica y una práctica sin teoría y de integración diferida tiene asimismo su metáfora: mientras los textos que sirven de vehículo a la primera reciben el expresivo nombre de "contestaciones", de inequívoco sabor catequístico, los que lo son de la segunda se conocen tradicionalmente como "formularios".

El modelo descrito contaba, además, con un mecanismo de cierre profundamente inscrito en su misma lógica. Me refiero a la organización jerárquica, al dato central de que el juez de este sistema desarrollaba su actividad en un contexto rígidamente jerarquizado, sometido a un férreo control panóptico que, como tal, no se detenía ni en los límites de la vida privada. (Hay "informes reservados" de presidentes de Audiencia Territorial que llegan hasta bien entrados los setenta, en los que se contienen manifestaciones del tipo de que el "informado" adquiere bienes a plazos, que tiene problemas conyugales, o que "gusta sobremanera de la actualidad sociopolítica"). Así, el entrelazamiento nada sutil del control administrativo interno y el propiamente jurisdiccional, ambos concentrados en los mismos superiores jerárquicos, dotaba a la respuesta judicial de una peculiar homogeneidad y a la aplicación del derecho de un notable grado de certeza.

Un curioso tratamiento de este fenómeno, perceptible en ciertos discursos, ha sido la ideológica presentación de los particulares efectos del dispositivo orgánico autoritario como imaginarios valores ontológicos del propio orden jurídico. Pero la verdad es que aquel tipo de certeza era profundamente selectiva y desigual y operaba sólo o preferentemente en favor de ciertos derechos y de sus privilegiados sujetos. Y no tiene nada que ver con la que debe (y puede) procurar un orden jurídico democrático y constitucional. En efecto, en éste, la certeza no es un dato puesto -y menos definitivamente- por el legislador, que vierta de forma natural en las resoluciones judiciales, sino el no siempre fácil resultado de una serie de concausas, entre las que cuenta de manera esencial la calidad de la técnica legislativa; y, de la parte del juez, un buen estándar cultural y de profesionalidad y un adecuado sistema de instancias y recursos. Luego, incluso dándose todos estos presupuestos, nunca faltarán ocasiones en que una realidad social cambiante y abierta plantee complicados desafíos al derecho, con el inevitable coeficiente de incertidumbre.

Pues bien, no será exagerado decir que en este segundo contexto el juez "fonográfico" tendría muy poco que hacer, ni siquiera cuando en la "grabación" de su bagaje se hubiera conseguido pasar del "microsurco" al "CD". Porque lo que está en juego es otro tipo de operador que implica y demanda profundamente un distinto modelo de cultura. Y, consecuentemente, un vehículo distinto del convencional de la tradicional preparación de oposiciones que sea apto para imprimir, ya inicialmente, otro carácter en quien lo sigue.

Un cambio de ese calado no se improvisa, y a nadie se le ocultará que hay opciones de recambio posibles que serían un remedio peor que la enfermedad misma. Pero nada de esto exime de pensar las posibles alternativas en serio, y menos de asumir con la misma seriedad la conciencia de la necesidad actual de compensar las carencias formativas del que ha "ganado la oposición", mediante un intenso y riguroso periodo de formación previo al ejercicio profesional. Con una particularidad: si en el viejo sistema la "Escuela" debía limitarse a dar un leve baño práctico, mero complemento del núcleo duro de la preparación, ya adquirida. Hoy, a tenor de la calidad de la demanda social dirigida a la jurisdicción y de la naturaleza de esta función en el ordenamiento vigente, lo que pesa sobre el "Centro de Estudios Judiciales" es la responsabilidad de promover la rearticulación y la sedimentación reflexiva de los saberes memorísticamente aprehendidos y una transformación de las actitudes profesionales y culturales a que el correspondiente modo de "preparación" predispone de manera casi inevitable.

Es patente, pues, que de la calidad de la aportación del Centro de Estudios Judiciales dependerá, en una medida relevante, la calidad final del producto judicial. Y que ésta es una aportación no diferible, que debe incidir en el momento preciso, de manera que lo que no se haga entonces difícilmente podría hacerse de forma satisfactoria en otro momento posterior.

Estas reflexiones tienen que ver con un aspecto del llamado "plan de choque" para la justicia, recientemente presentado y que, entre otras propuestas, que aquí no se abordan, contiene la de una reducción significativa del periodo de formación inicial de los nuevos jueces. La idea puede encontrar fácil apoyo por la llamativa y persuasiva visibilidad de las vacantes, y por la justificada infravaloración de ese tramo formativo en la concepción tradicional antes aludida. Pero es francamente inaceptable a poco que se reflexione sobre la excepcional trascedencia del mismo en el nuevo orden de necesidades. Y ello, tanto en la perspectiva de los que han de formarse como en la de la consolidación y la trayectoria futura del propio Centro de Estudios Judiciales, que acaba apenas de iniciar una nueva y prometedora etapa. Éste precisa un razonable espacio temporal para llevar a cabo su actividad con cada promoción. Una actividad no fácil cuyo desarrollo ha de ajustarse a un programa que nunca podría ser fruto de la improvisación ni quedar a expensas de coyunturales pragmatismos que chocan antes que nada con exigencias de fondo. Además, los gestores de la propia institución, en fase realmente constituyente, necesitan, a su vez, poder operar con la certeza de que su papel tiene toda la consideración que merece, para poner en él una imaginación y un sobreesfuerzo que en momentos como éste son particularmente necesarios.

No cabe la menor duda acerca de la bondad de la intención que late en la idea de reducir en una cuarta parte el periodo de la formación de los nuevos jueces. Pero la medida, que haría aparentemente a éstos más productivos a corto plazo, llevaría consigo consecuencias negativas difícilmente reparables para la calidad de su práctica profesional a lo largo de toda una vida de trabajo. Se ha sugerido que, al fin y al cabo, seis meses no son gran cosa, pero introducir un parámetro cuantitativo en la valoración de una variable de calidad es un modo inadecuado de argumentar. Sobre todo si se parte de la evidencia de que el bien a administrar -un periodo formativo de dos años-, aun siendo razonable en el actual estado de cosas, ya es ciertamente escaso.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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