Itinerario para melancólicos
Los madrileños que aman la hipérbole llamaron pirámides a los discretos y esbeltos obeliscos, más ornamentales que rituales, depositados en esta glorieta, que sirve de vestíbulo y preámbulo del glorioso Puente de Toledo, por cuyos desmesurados ojos corre el escaso caudal de lágrimas del humillado Manzanares.La ciudad se vuelca en terraplén hacia su río, desmontes y praderas donde un día no muy lejano recalaban las lavanderas, territorio asilvestrado a resguardo de las miradas ciudadanas, lugar de romerías y escenario nocturno de encuentros clandestinos de amor y crimen. Confluyen en esta encrucijada,crucial durante siglos como acceso a la ciudad desde el sur, diversos y emblemáticos paseos como el Imperial, el de las Acacias, el de Yeserías, de triste fama, y el de los Melancólicos.
El ribereño paseo de los Melancólicos adquiere nuevos matices que actualizan su denominación con el trágico destino de los socios y simpatizantes del Atleti, hundidos en el abismo de la Segunda División, que hasta hace unos días recorrían este camino de penitencia desde el metro de Pirámides hacia su flamante estadio, una excrecencia que surgió del río en los años sesenta para transformar el asilvestrado paisaje de estos andurriales.
El paseo de los Melancólicos no debe su poético nombre a los nominadores municipales, sino a la voz colectiva del pueblo, que así lo bautizó sabiamente porque sus oscuros contornos atraían a los solitarios y a los tristes tanto como a las parejas desamparadas sin techo para cobijar sus efusiones.
Cuenta la leyenda y recoge el cronista Federico Bravo Morata en su libro Los nombres de las calles de Madrid: "...que en el último tercio del siglo XIX, de madrugada, los vigilantes municipales hallaron en el suelo (del paseo) una pareja de novios abrazados, muertos. Por más que los forenses intentaron localizar las heridas, no las hallaron. Hecha la autopsia, no se encontró en sus vísceras materia mortal alguna. El misterio alimentó las comidillas madrileñas durante mucho tiempo".
La falta de alumbrado, propiciadora de intimidades y liviandades, era aún más ostentosa por hallarse en sus inmediaciones una fábrica de electricidad entre otros edificios fabriles, almacenes, depósitos e instalaciones ferroviarias como la antigua estación Imperial, más conocida por la de las Pulgas, según nos cuenta otro cronista, el imprescindible Pedro de Répide, que describe su ambiente a principios de siglo: "Suele ser frecuente campo de lucha entre los raterillos que roban carbón de aquellos muelles y la fuerza encargada de la vigilancia en tales parajes, y es lugar frecuentado por los gitanos que habitan en la vecina calle de las Cambroneras y concurren al también próximo mercado de caballerías".
Entre el progreso y la incuria, entre la ciudad y sus arrabales, esta zona asilvestrada de la ribera del río se resiste a la urbanización. En la explanada contigua al malhadado estadio se instalan todavía los últimos vestigios de la feria de San Isidro, tómbolas, barracas de tiro al blanco, el pim-pam-pum y las churrerías que aún conservan los rudos manjares castizos de las gallinejas y los entresijos. Fuera de tales fechas festivas, el descampado se impone en este paisaje mestizo y abandonado a su suerte. Entre matorrales y escombros se observan restos de diversos intentos de ajardinamiento y urbanización crecidos a orillas del río en tiempos recientes. Una absurda escalinata de hormigón que remata un imposible trampolín en seco sirve como muestra de una intentona más por recuperar esta tierra de nadie que hizo suya en los aledaños del estadio Vicente Calderón, el último sátrapa del Atleti, hoy en caída libre hacia el banquillo y la bancarrota, Jesús Gil y Gil, que un día se creyó emperador inmobiliario y alcalde pedáneo de estas riberas.
Irredentas las márgenes del río como terreno no edificable, desmentido por la mencionada irrupción del estadio, el progreso inmobiliario irrumpe de Pirámides hacia arriba, sobre terrenos ganados al ferrocarril y a las naves industriales. Las despobladas y lúgubres calles del Gasómetro, aquellos desolados e inquietantes paisajes dignos de un cuadro surrealista de Giorgio de Chirico, entre las Américas del Rastro y los barrancos del Manzanares, cambiaron radicalmente en los últimos años con bloques y más bloques de modernas viviendas, con zonas ajardinadas y arbolado joven.
Todo tan reciente y aséptico que el paseante, a ciertas horas, cree estar de visita en una maqueta gigantesca y vacía, falsa impresión que se desvanece en los bajos comerciales donde abren sus puertas nuevos comercios y negocios, con abundancia de bares y cafeterías que ya han sacado sus terrazas a la calle, terrazas plácidas y familiares donde empiezan a conocerse y a sentirse barrio los jóvenes pobladores de este arrabal renovado y pujante.
Los melancólicos paseos ferroviarios, la tristeza de Yeserías, depósito de marginados, asilos y presidios, los campos de batalla de los raterillos del carbón, las lavanderas y los bergantes que ajustaban sus cuentas abiertas en los seculares trapicheos del Rastro, los merenderos y los vertederos, desaparecieron para dejar paso a una fisonomía más aseada y urbanizada que sigue teniendo sus puntos negros en las proximidades del aprendiz de río.
El camino, la ronda y la calle de Toledo ya no son la importante vía de acceso a los Madriles que fueron hasta bien entrado este siglo, pero del puente de su nombre a la glorieta de los obeliscos piramidales en los días feriados de San Isidro la zona peatonalizada bulle como antaño con una multitud de paseantes.
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