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Circo

Es bien conocido el escaso respeto que Jesús Gil y los suyos le tienen a la Justicia. Lo curioso del caso es que ni se molestan en disimular. Aunque -bien pensado- quizá no sea falta de respeto. Es posible que Jesús Gil y los suyos se sientan como en casa en esa sala de la Audiencia de Málaga. No es la primera vez que pasan por allí y hasta ahora les ha ido bien: siempre fueron absueltos.Pero los periodistas malagueños no salen de su asombro. No están acostumbrados a esa galaxia que acostumbra a desplazarse con el alcalde de Marbella: un pot pourri compuesto por guardaespaldas con pinta de matones de puticlubs y fondonas rubias de bote cargadas de bisutería y silicona.

El asombro de los periodistas malagueños no obedece sólo a la turbación que produce la visión de esta gente. Es todo un pasmo observar con qué benevolencia ha admitido el presidente del Tribunal, José María Muñoz Caparrós, que Jesús Gil entre en la sala rodeado de sus guardaespaldas, o que los acusados se soplen las respuestas en caso de dudas, o que Miguel Ángel Gil se siente frente al estrado con las piernas en alto, o que una de las rubias de bote cargadas de bisutería -esposa del acusado Julián Muñoz- aproveche la vista para aplicarse una crema callicida.

Pero lo peor no es que el presidente de la Sala no utilice la ocasión para dar un enérgico cursillo de buenos modales a los encausados. Lo peor es que les permite lanzar gravísimas acusaciones contra el juez instructor y contra el fiscal: los reos dicen haber sido coaccionados durante la instrucción y uno de ellos, José Ramón Guimaraens, llegó a afirmar repetidamente que fue víctima de torturas. El presidente, en vez de llamarlo al orden y abrir diligencias por presunto delito de calumnias, optó por convertir la cruda acusación en venial metáfora: "La justicia", sentenció, "no tortura, lo que pasa es que es una tortura acercarse a ella". Los acusados y sus seguidores saludaron con júbilo y cómplices risotadas la ocurrencia del magistrado.

Por supuesto, resulta inverosímil acusar de torturas al fiscal Carlos Castresana que, por cierto, tiene el premio a los Derechos Humanos. Tan inverosímil como dar por bueno que Jesús Gil se sintiera coaccionado por el instructor de la causa, el joven juez Santiago Torres. Ni aunque se pretenda debe de ser fácil achantar a una persona con la biografía de Jesús Gil, un tipo que "por codicia", según rezaba la sentencia, provocó la muerte de 58 personas en Los Ángeles de San Rafael y entre cuyas relaciones se encontraba -hasta morir en un ajuste de cuentas- el sanguinario mafioso serbio Zaljko Raznatovic, Arkan, reclamado por crímenes de guerra por el Tribunal de La Haya y considerado por Gil como "un gran anfitrión".

Entre las sorpresas del juicio de las camisetas ha estado la de la vuelta al redil de José Luis Sierra, el hombre que durante años ha sido el abogado de Gil. En los últimos tiempos ambos estuvieron enfrentados. Los periodistas sospechan que la reconciliación se debe a un acuerdo económico. Pero no hay que ser mal pensados. Es lógico que un patético picapleitos como él considere razonable volver al lado de los que son de su misma condición. Una persona como Sierra -y como todos los que rodean a Gil- difícilmente será aceptada nunca por la gente respetable.

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