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El fiasco italiano.

Tras más de siete años de vaivenes y pasos en falso, el proyecto de reforma restrictiva del régimen democrático italiano ha fracasado. Los promotores de las reformas institucionales iniciadas en 1993 -básicamente, los radicales, los poscomunistas y los posfascistas- pretendían establecer un sistema de dos grandes partidos, "al modo anglosajón", mediante la introducción de un sistema electoral mayoritario. El proyecto iba contracorriente porque la tendencia general de las democracias actuales es hacia un incremento del pluralismo. La referencia al mundo anglosajón tampoco era muy afortunada porque en Estados Unidos predomina la división de poderes e incluso en el Reino Unido han empezado a introducirse la descentralización y la representación proporcional.Pero se había repetido mucho que el mal de la democracia italiana era la inestabilidad gubernamental -con una media de alrededor de un Gobierno al año desde el final de la Segunda Guerra Mundial-, la cual se achacaba al multipartidismo. Sin embargo, durante más de cuarenta años, sólo hubo inestabilidad en la composición personal de los Gobiernos, ya que éstos estuvieron formados sin interrupción por un mismo partido, la Democracia Cristiana, como socio mayor o único, por lo que la estabilidad de la orientación partidaria de los Ejecutivos, y sobre todo de las políticas públicas, era enorme, incluso excesiva y próxima a la inmovilidad. En realidad, más que a una mayor estabilidad, la reforma política iniciada a principios de los años noventa apuntaba a derrocar a los democristianos mediante la destrucción del centro político y la inducción de una fuerte bipolarización. Pero, como se ha acabado mostrando con el fracaso de los referendos de abril de 1999 y del pasado 21 de mayo, el pluralismo político tiene una gran capacidad de resistencia y de expansión.

Durante estos años de transición hacia ninguna parte, las relaciones estratégicas entre los dos mayores partidos, los Demócratas de Izquierda y Forza Italia, han sido tan paradójicas como las del famoso dilema del prisionero de la teoría de juegos. Por un lado, ambos tenían incentivos para cooperar en la reforma institucional y establecer un sistema bipartidista en mutuo beneficio. Pero, por otro lado, los dos partidos son rivales por el Gobierno y están en permanente competencia electoral, de modo que el conflicto y el desacuerdo entre ellos han acabado por prevalecer.

Primero, la reforma del sistema electoral, que sólo pudo aprobarse mediante una negociación entre los partidos previamente existentes, dio paso no a un sistema estrictamente mayoritario, sino a uno mixto por el cual, en las dos últimas elecciones, tres cuartas partes de los diputados han sido elegidos en distritos uninominales por mayoría relativa, y una cuarta parte, por listas de partido con representación proporcional. Este segundo componente pareció una concesión pequeña a los partidos menores, pero éstos, con la supervivencia asegurada, han podido amenazar y presionar a los partidos mayores para obtener candidaturas tanto en las listas de las dos grandes coaliciones como en los distritos uninominales y así han ampliado su representación.

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Paradójicamente, a la vez que se intentaba imponer un sistema electoral restrictivo, se han impulsado otras reformas institucionales en la dirección opuesta. La mayoría de los partidos propone la introducción de la elección directa del jefe del Ejecutivo, más o menos según la fórmula francesa, lo cual promovería verosímilmente el pluripartidismo y la cohabitación, como en la misma Francia. Al mismo tiempo, la mayoría de los partidos ha hecho suyas algunas propuestas federalistas de la Liga Norte, de modo que las recientes elecciones regionales ya han estrenado una mayor descentralización y la elección directa de los presidentes regionales y han producido, por primera vez, una mayoría de Gobiernos regionales en manos de partidos que no están en el Gobierno central.

El fracaso del proyecto bipartidista no podría, pues, haber sido mayor. Ciertamente, se han formado -como se pretendía- dos grandes bloques políticos de izquierda y de derecha, rompiendo el hábito anterior de formación de coaliciones gubernamentales en torno al centro, y ha tenido lugar, por fin, la alternancia y la presidencia del Gobierno por los poscomunistas durante algunos meses. Pero, en contra de las intenciones de los bipartidistas, hay ahora más partidos en el Parlamento que nunca antes y todos los Gobiernos que se han formado desde 1994 han sido de coalición, hasta el punto de que el actual incluye ministros de siete partidos diferentes (dos más que el máximo en el periodo anterior). Incluso los aspectos más claramente negativos que se querían dejar atrás se han exacerbado. Ha habido seis Gobiernos en siete años, más o menos el mismo promedio anterior, pero ahora con gran discontinuidad en la composición partidaria de los mismos. El transfuguismo, que había sido característico de la monarquía parlamentaria italiana de principios de siglo pero que había desaparecido después del fascismo, ha alcanzado ahora sus más altas cotas; en los últimos cuatro años, un total de 286 diputados y senadores -la inmensa mayoría de ellos, elegidos por el sistema mayoritario- han cambiado de grupo parlamentario (algunos, hasta cinco veces), de modo que la composición actual del Parlamento es irreconocible desde la perspectiva de las elecciones que lo crearon.

El fiasco tiene aspectos aún más visibles y quizá simbólicos: el principal instigador de la purga de democristianos corruptos, el animoso fiscal Di Pietro, se ha acabado retirando de la política; de los dos principales acusados, Andreotti ha sido finalmente absuelto y plenamente rehabilitado -casi cabría decir santificado- por la opinión pública; su colega Craxi no llegó a volver del exilio, pero con su muerte se ha aproximado a la beatificación, mientras algunos de sus antiguos seguidores ocupan de nuevo puestos muy destacados en el Gobierno. Pese a todos los intentos restrictivos y la bipolarización forzada por la ingeniería institucional, el centro político empieza a reemerger y, como en la mayoría de las democracias del mundo, el pluralismo político italiano subsiste y apunta incluso a aumentar.

Josep M. Colomer es profesor de investigación en Ciencia Política en el CSIC.

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