¿Violencia callejera o estratagema terrorista?.
Hace tiempo que el terrorismo practicado por militantes formalmente integrados en ETA se ha visto complementado por la denominada, sin duda de manera eufemística e impropia, violencia callejera. Esta violencia, surgida del nacionalismo vasco radical, se desarrolló especialmente desde mediada la década de los noventa, como reacción ante el deterioro en la capacidad de su entramado asociativo para ejercer el control social que reclama y necesita la organización terrorista imperante en dicho sector ideológico. Deterioro que, a su vez, era consecuencia de los niveles alcanzados para entonces por las movilizaciones populares contra la violencia que diez años antes habían irrumpido en el espacio público vasco. Pero se trató también de una violencia deliberadamente adoptada por los dirigentes de la mencionada banda armada ante su paulatina decadencia organizativa. Una decadencia resultante de las medidas gubernamentales antiterroristas, implementadas con especial eficacia desde el final de los ochenta, al igual que de la creciente cooperación internacional dentro y fuera del ámbito europeo. Aquella necesidad de recuperar control social en beneficio del grupo terrorista y esta decisión de complementar las acciones de su menoscabado elenco de militantes mediante prácticas adicionales de intimidación se vieron favorecidas, en conjunto, por la existencia de una subcultura de violencia con un número limitado pero suficiente de varones jóvenes dispuestos a desarrollar el nuevo repertorio de actividades desbaratadoras.De hecho, la llamada violencia callejera no dejó de hacerse presente ni siquiera durante el periodo en que los pistoleros de ETA interrumpieron de manera temporal la ejecución de sus habituales y desgarradores actos criminales. Ahora bien, aunque a lo largo de todos esos meses no se produjeron atentados con resultado de víctimas mortales perpetrados por miembros de la mencionada organización armada, lo cierto es que, en propiedad, tampoco se detuvo la práctica misma del terrorismo. No sólo porque persistieron las extorsiones y porque ETA utilizó ese tiempo para aprovisionarse de armas o explosivos con los cuales mantener la credibilidad de sus amenazas. También porque la violencia callejera es ya, en realidad, una expresión innovadora del terrorismo, en línea con una tendencia observable en todo el mundo respecto a dicho fenómeno. Ante todo, se trata de terrorismo en la medida en que la colocación de artefactos incendiarios, el envío de cartas bomba, la realización de estragos intimidatorios o la profusión de amenazas son actividades llevadas a cabo de manera sistemática y sostenida con el objetivo inmediato de suscitar reacciones psíquicas de amedrentamiento que condicionen las actitudes y los comportamientos de ediles, intelectuales o periodistas, entre otros, significados por pertenecer a un sector específico de la ciudadanía vasca, en el que se desea inocular un miedo paralizante. Concretamente, el sector de quienes constituyen la mitad de los electores efectivos en la Comunidad Autónoma de Euskadi, así como una abrumadora mayoría en la Comunidad Foral de Navarra, y a los que caracteriza el hecho de apoyar orientaciones políticas democráticas, pero no nacionalistas.
Por otra parte, el formato de dichas acciones violentas revela una estratagema que coincide con transformaciones detectadas respecto a la articulación organizativa y la práctica del terrorismo contemporáneo en numerosos otros lugares del mundo. En la evolución reciente de este fenómeno han ido adquiriendo relevancia los terroristas ocasionales, que se ubican en el entorno del engranaje conspirativo al que pertenecen los miembros plenamente comprometidos y por lo común mejor adiestrados. Esto implica que, además de las organizaciones jerarquizadas, centralizadas y con rígidas pautas de reclutamiento que hemos conocido en las sociedades industriales avanzadas desde la década de los sesenta, el terrorismo se manifiesta en la actualidad, tanto allí donde ejerce su incidencia una violencia inspirada por el credo fundamentalista islámico o donde continúan tradiciones armadas etnonacionalistas como asimismo en los nuevos escenarios propicios a los extremistas de derecha, mediante colectivos más amorfos y con un contingente difuso de activistas implicados. ETA, en concreto, venía aceptando desde hace ya algunos años que determinados colaboradores, aunque deficientemente preparados para ello, llevaran a cabo atentados con explosivos y luego que jóvenes pertenecientes a las entidades encubridoras de su entorno realizaran amedrentadores ataques en el marco de premeditadas algaradas urbanas. Así, en la actual estrategia diseñada por los dirigentes del grupo terrorista, la violencia callejera se ejecuta como complemento a los asesinatos de personas relevantes y a las masacres indiscriminadas con que aquéllos pretenden imponer despóticamente determinados planteamientos etnicistas y excluyentes.
No se trata, pues, ni de episodios espontáneos de contestación ni de chiquilladas llevadas a cabo por individuos que actuarían de manera incontrolada y debido a la inercia del pasado, como destacados responsables de Herri Batasuna y del Partido Nacionalista Vasco han argumentado recurrentemente. Se trata de una nueva modalidad, más limitada y auxiliar si se quiere, de terrorismo. Con ella, ETA trata de reforzar los mecanismos coercitivos de control social que han caracterizado desde su origen al nacionalismo vasco radical y, al mismo tiempo, ofrecer al cada vez más reducido número de jóvenes dispuestos a implicarse en actividades violentas una posibilidad mucho menos gravosa y arriesgada que la plena militancia. Y es que, al desaparecer el santuario francés y percibiéndose muy escasas las expectativas de éxito, los costes asociados al ingreso en la organización terrorista se han elevado extraordinariamente, sobre todo a lo largo de la última década. Por eso, los dirigentes de la banda armada plantean ahora, a una serie de adolescentes socializados políticamente en el seno de una verdadera contracultura de valores antisistema, la posibilidad de ejercer violencia contra quienes no comparten sus ideas sin incurrir en los costes que implica adquirir la condición de militante, aunque, tras tan agresivo aprendizaje, unos pocos acaben por aceptarla. Adecuando además dicha violencia a los momentos y días en que se encuentran más disponibles para su realización. De ahí que ocurra preferentemente con nocturnidad y durante los fines de semana.
En resumen, la llamada violencia callejera es, en realidad, una estratagema terrorista. Una parte sustancial del diseño estratégico operativo adoptado como tal, desde mediada la pasada década, por los dirigentes de ETA, en estrecha complicidad con los responsables de las redes que proporcionan cobertura y sustento a dicha banda armada. Denota así, según las circunstancias políticas y los intereses del abertzalismo radical, variaciones en la frecuencia con que tiene lugar y los blancos hacia los cuales se focaliza. Por todo ello, es lógico que la violencia callejera sea abordada por la jurisdicción competente en materia de terrorismo, una vez adaptada la legislación para tipificar convenientemente esta modalidad delictiva, como es el caso. Del mismo modo, debe incluirse entre las materias objeto de los programas contraterroristas desarrollados por las distintas agencias estatales de seguridad y por la Ertzaintza, tanto en su faceta reactiva como sobre todo en la preventiva, algo que está muy lejos del óptimo adecuado. Igualmente, a los partidos, sindicatos y movimientos sociales ubicados en el ámbito del nacionalismo vasco moderado les correspondería a este respecto, para ratificar su compromiso con los principios y procedimientos democráticos, no sólo reiterar cuantas veces sea necesario una condena sin paliativos de tales prácticas y exigir a ETA que cese el terrorismo en todas sus manifestaciones, incluyendo, claro está, la denominada violencia callejera. También les correspondería, por lo mismo, negarse a mantener pactos formales y componendas informales con quienes no cuestionan el dictado de dicha organización terrorista y coadyuvan a que se perpetúe el acoso fascistoide contra los que declinan acatar la doctrina soberanista.
Fernando Reinares ocupa una Cátedra Jean Monnet de Estudios Europeos y es director del área de Ciencia Política en la Universidad de Burgos. Autor del libro Terrorismo y antiterrorismo.
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