El gran Manzano
Si en algo coinciden los partidarios y los detractores de Álvarez del Manzano es en que nuestro irrepetible alcalde dice muchas veces lo que piensa, aunque no piense mucho lo que dice. La diferencia estriba en que sus devotos ven esto como virtud, y los demás como vicio. Para bien de unos y de otros, don José María no habla excáthedra como su admirado pontífice ni cuenta con la inspiración del Espíritu Santo que, pese a sus preces y sus diezmos, no se le posa muy a menudo en la cabeza, ni como paloma, especie muy desacreditada últimamente en el Ayuntamiento, ni como lengua de fuego para no disparar los sistemas antiincendios.Cuando Álvarez habla por su cuenta, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, sin consultar a sus asesores, ni recabar datos, sus declaraciones espontáneas suelen causar brotes de alarma social, respuestas indignadas, comentarios irónicos y descalificaciones inmediatas. Sus recientes y jaleadas palabras sobre las parejas de hecho y la violencia y su llamamiento en favor de la familia tradicional, que reza unida y permanece unida, consiguieron alarmar esta vez a sus propios compañeros, sobre todo compañeras de siglas que le invitaron a centrarse o a callarse sus opiniones en materia de moral y buenas costumbres.
Como consuelo, contó el verboso alcalde con el apoyo de otro adalid de la franqueza, un hombre franco donde los haya, don Manuel Fraga Iribarne, caudillo incombustible del noroeste que en un alarde de sinceridad expresaba hace poco su intención de presentarse a las próximas elecciones gallegas aunque tuviera que arrastrarse y reptar como un reptil del jurásico para seguir ocupando el puesto que tiene allí. Con semejante espaldarazo, Del Manzano puede sostenerse y no enmendarse, capear el aluvión de críticas y peregrinar, arrastrándose o de rodillas, el camino que le señala desde Santiago su patrón, su guía, su vetusto pero indistructible mentor.
A las palabras y a los periódicos se los lleva el viento que barre las calles de la memoria, dispersa la basura en el aire y acumula el polvo en los rincones más oscuros, de donde no sale si no es aventado por un nuevo revuelo de frases intempestivas nacidas de la misma fuente.
El alcalde de Madrid es un torbellino, no llega a la categoría de tornado como Fraga, pero va progresando y desgranando un rosario de perlas cultivadas en las ignotas profundidades de su subconsciente que se engarzan y permiten seguir con facilidad el hilo de su peculiar razonamiento. Lástima que no haya aparecido hasta el momento ningún editor dispuesto a recopilar en libro una antología de sus aforismos y jaculatorias, un breviario, lo bueno si es breve dos veces bueno y si es malo muchas más, un opúsculo, como el Camino de su bendito tocayo.
Tal vez podría encargarse de su publicación la Consellería de Cultura de la Xunta de Galicia que dirige el eximio Pérez Varela, presidente del club de fans de Carmina Burana, famosa diva a la que trató de constatar sin éxito para que cantase en el último Xacobeo. El prólogo, por supuesto, correría a cuenta de don Manuel, su valedor, y el nihil obstat sería cosa de monseñor Rouco Varela para que todo quedase en familia.
Del éxito de la publicación no cabe duda, el negocio está más que asegurado, porque como el mismo autor reconocía públicamente a raíz de su última pifia, cada vez que abre la boca se genera un debate público a nivel nacional, una polémica de interés general. El alcalde de Madrid no es un timorato como le tildan los que no le conocen bien, el alcalde de Madrid es, sobre todo, un provocador que sabe poner el dedo en la llaga con sus ingeniosas salidas de tono, que no tienen otro objeto que despertar las adormecidas conciencias de los ciudadanos para que participen con sus opiniones en la vida pública.
Si para conseguirlo tiene que adoptar el papel de eccehomo y soportar flagelaciones, insultos y humillaciones, lo dará por bien empleado, pues prefiere que se burlen de sus palabras antes que de sus obras; de sus disparates antes que de sus desmanes, y sabe que mientras el personal se mantenga entretenido juzgando y comentando sus despropósitos verbales él estará a salvo, con las manos más libres para maniobrar a su capricho en asuntos de más enjundia.
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