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Tribuna
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La gracia santificante

En efecto, parece que las cosas cambian. Hasta ayer, los manuales informaban de que unas elecciones servían para otorgar o retirar la confianza política, pero últimamente los comicios se han convertido en el río Jordán, en cuyas aguas el ganador de unas elecciones encuentra la redención universal de todos sus pecados. Convertidas, además, en examen general, las elecciones otorgan ahora, al menos estas últimas, celebradas en España hace casi tres meses, certificados de excelencia a los ganadores y, a sensu contrario, arrojan a las tinieblas de la ineptitud y la estulticia a quienes las pierden.Al "electorado", que no es sino una metáfora, un agregado, se le atribuyen hoy inteligencia y voluntad individuales, convirtiéndole así en nuevo oráculo de Delfos, capaz de dar respuesta (sólo inteligible, claro está, a través de quienes se arrogan el oficio de sacerdotes) a las más variadas cuestiones. De esta manera, el hecho de haber ganado las elecciones ha convertido al PP en fuente de todas las gracias.

Estas mistificaciones carecerían de sentido si alguien se atreviera a poner en evidencia su radical falsedad, mas no es el caso, pues los propios derrotados tienden a creérselas o, al menos, a hacer como si se las creyeran y, en consecuencia, agarran el flagelo y se someten a sí mismos, o, con más precisión, a quienes tienen más cerca, a la azotaina despiadada de la autocrítica. "Puesto que el electorado me castiga, venga a mí la constricción y el propósito de enmienda", parecen pensar los derrotados, sin apercibirse de que tanta humillación y ceniza a quienes primero ofenden es, en el caso que aquí se comenta, a los ocho millones de personas (nada abstractas, sino de carne y hueso) que sí creyeron y votaron por las propuestas y los líderes que ahora se pretenden sustituir con tanta autocrítica y prisa. Y no es esto lo grave.

La aceptación pasiva por parte del perdedor de que el ganador tiene, además de los votos, la razón en todo, desde las stock options al funcionamiento de Barajas, de la ley del fútbol a la reducción del derecho laboral, de la fiscalidad a la calidad de la enseñanza, de la seguridad ciudadana al urbanismo especulador, constituye, aparte de una necedad, una actitud política tan gregaria como inasumible, pues convierte a una derrota electoral, normal en cualquier democracia, en una debacle que, desde luego, no ha sucedido. La realidad es muy otra y poco tiene que ver con el eslogan que asegura, de forma irrestricta, eso del "España va bien".

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Para comenzar, la trivialización creciente de la política no hace sino reducir la calidad de la democracia y es preciso poner pie en pared y reivindicar la autonomía para la política, para la palabra y la acción que le son inherentes. Achicarse ante la permanente reducción del espacio político significaría dar por bueno el hecho de que la organización de lo público, que tiene efectos relevantes en la vida cotidiana de cada uno de los ciudadanos, esté exclusivamente en manos de los poderosos. Pero difícilmente podrá ejercerse la acción política si ésta no se autoimpone la obligación de pensar por sí misma, si no abomina del seguidismo mediático. Si no deja de creer en que las cosas son como parecen (o aparecen en los medios de comunicación). Si, en fin, renuncia a replantear radicalmente (no en el sentido ideológico, sino analítico) la reflexión acerca de lo que, por injusto, despilfarrador o depredador, no marcha bien en España.

La actitud de políticos que glosan los cambios científicos, tecnológicos, comunicacionales, etcétera, que se están produciendo semeja, a veces, al coro de la vieja zarzuela cuando cantaba aquello de "hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad". En efecto, los cambios de las aplicaciones tecnológicas en el terreno productivo y comunicacional, la mundialización de las transacciones económicas y otras transformaciones abren indudables posibilidades de desarrollo humano, mas, por el momento, se quedan en eso. La situación de miseria en la cual vive una buena parte de los habitantes del planeta así lo denuncia.

El proceso de fusiones entre grandes empresas industriales, de servicios, financieras y mediáticas que se está viviendo, bajo la paradójica justificación de "nos fusionamos para competir mejor", no conduce, como era previsible, a esa mayor competencia que se declara, sino al oligopolio y al monopolio. Situaciones que, expresadas en términos de poder, reciben otros nombres más elocuentes: oligarquía y tiranía. Oponerse a tal descontrol, por muchas protestas que los beneficiarios realicen en nombre del progreso, de la economía o de la técnica, sigue siendo un acto decente y democrático.

A la vez, la extensión del accionariado ha coincidido, y no por casualidad, con el reforzamiento de los llamados "núcleos duros", cuyos intereses no son coincidentes con los que defienden quienes (sólo en teoría) detentan la propiedad. Aquellos que hasta ayer ensalzaron y se apalancaron tras el sagrado derecho de propiedad miran ahora para otro lado mientras esos núcleos duros y caudillismos personales se apoderan de las grandes empresas, expropiando a los pequeños propietarios de cualquier derecho de decisión y de control.

En paralelo, la organización del trabajo está cambiando y, bajo la confusa y confundidora denominación de flexibilidad laboral, el viejo Derecho del trabajo, que tanto esfuerzo costó crear durante la segunda revolución industrial, está desapareciendo y su destrucción conduce a la inseguridad y a la segregación laborales. Por un lado, los puestos de trabajo que incorporan altas cualificaciones, y por otro, una multitud de empleos de baja productividad, cuya precariedad y emolumentos son de todo punto rechazables.

Esa inseguridad laboral y la consiguiente dificultad para diseñar proyectos vitales sostenibles en el tiempo, tanto entre los asalariados como en los no asalariados, aparte de otros efectos perversos, fácilmente enumerables, está produciendo en España unos niveles ínfimos en la fecundidad, que no pueden atribuirse tan sólo a la modernización (acceso a métodos anticonceptivos seguros, participación laboral de las mujeres, etcétera), pues países europeos mucho más "modernos" y desarrollados tienen unas tasas de fecundidad notablemente más elevadas. De seguir las cosas así, la inversión en la pirámide de edades no sólo producirá problemas de difícil solución a la financiación de la Seguridad Social, también en otros ámbitos muy relevantes, aunque menos cuantificables, de la vida colectiva. Al fin y al cabo, una población que envejece renuncia a una parte de su capacidad de innovación, de creación.

La igualdad de oportunidades, cuyo defecto produce un permanente despilfarro, no ha mejorado en los últimos años, sino todo lo contrario: las discriminaciones han crecido. A ello se unen los resultados sociales de la competencia mercantil en forma de desigualdad de rentas y de expulsión de personas al extrarradio de la sociedad. La "nueva economía", en efecto, genera "nuevos" pobres y muchos marginados. La marginación no sólo es expresión de la desigualdad económica, sino también de una profunda segregación cultural. Tanto más difícil de combatir cuanto que los marginados, por serlo, están ausentes de la participación política y social. La política, empero, tiene la obligación de saber y entender este gravísimo problema, cuyos efectos llegan no sólo a quienes, marginados, viven frecuentemente en la miseria moral y material, también al conjunto de la sociedad en forma de delincuencia y otros fenómenos degradantes. Pero estos problemas, que la inmigración no atempera, sino que subraya, nunca aparecen en las primeras páginas de los diarios; si acaso, en la sección de sucesos. Quizá por eso, por su irrelevancia mediática, la derecha española aplica, y con éxito, la Ley de Say, según la cual "la oferta crea su propia demanda". La conclusión es que, no generando nuevos servicios públicos, se evita que aparezcan como socialmente relevantes estas miserias. Así, los "nuevos" pobres, tales como ancianos en soledad, mujeres con familias a su cargo, disminuidos físicos, inmigrantes con y sin papeles, parados de larga duración sin recursos, etcétera, desaparecen como referencia cotidiana para las instituciones públicas.

Finalmente, el modelo fiscal, que tiene como eje al impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF), cuya construcción teórica era excelente, sigue demostrando en la práctica su incapacidad para hacer efectivo el principio de igual esfuerzo fiscal para todos. Bastaría leer cualquier informe sobre el IRPF en España para convencerse de que este impuesto lo es básicamente para los asalariados, exigiendo, eso sí, una gestión pesada y una burocratización de la vida individual algo más que molesta. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, el que quienes cobran su sueldo de las instituciones públicas (funcionarios y otros trabajadores) hagan mover toneladas de papeles y un infinito trabajo burocrático con sus declaraciones del IRPF, pudiéndose sustituir todos esos trámites por unos sencillos apuntes contables?

La izquierda española en general, y el PSOE en particular, pues de ellos se está hablando, harían muy bien en dejarse ya de lamerse las heridas ante los medios de comunicación, tan interesados siempre en el dramatismo y en los nombres propios, para dedicarse a producir un discurso político y la correspondiente acción para democráticamente implantarlo. Un nuevo derecho laboral para asalariados y no asalariados, una regulación de las sociedades anónimas que les ayude a competir sin caer en manos ni de aventureros ni de manipuladores, una política contra la discriminación que se sostenga sobre un sólido pilar de servicios sociales, una nueva fiscalidad que impida, además, la demagogia de las rebajas cuando lleguen las elecciones..., en fin, son ejemplos, mojones de un proyecto que ha de mantener la esperanza, concreta y posible, de caminar hacia una sociedad más justa y habitable.

En el devenir político, a menudo, las cosas cambian a más velocidad de lo que suele creerse y son los hechos, tan tozudos, quienes, a la postre, importan. Los hechos y las ideas, y no las apariencias ni las ocurrencias.

Joaquín Leguina es diputado del PSOE.

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