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Tribuna
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La feria repetida

Yo estaba en Granada cuando pasó por allí David Copperfield, el experto en desapariciones, y oí hablar más del despliegue técnico del mago que de sus números inverosímiles. Y he hablado con espectadores que buscaban por la ciudad a alguna víctima de la desaparición indolora e instantánea y terriblemente ruidosa: ahora estos desaparecidos momentáneos han aparecido más entre los suyos, como si acabaran de volver de un extraordinario viaje y hubieran de contar su peripecia en la invisibilidad, su excursión a la desaparición, su instante de turismo en la nada.Me dicen que las habilidades de Copperfield son tan irreales que uno comprende inmediatamente su absoluta realidad, su estricta racionalidad de efecto especial cinematográfico y su geometría de maquinaria e ilusión óptica producida metódicamente. Copperfield se ha designado a sí mismo heredero de Houdini, el mágico de la Bella Época, que se libraba espectacularmente de cadenas y candados y cofres sellados y suspendidos del abismo o sumergidos en las profundidades, pero Houdini no ejercía una magia puramente tecnológica y risueña, musical, sino que se acercaba más al gremio de los atletas artistas que se juegan la vida en público (motoristas, trapecistas y toreros, por ejemplo): hasta tal punto era real Houdini, que murió de un increíble golpe en el estómago para demostrar la fortaleza increíble del estómago de Houdini.

Yo vi una vez a la Mujer más Fuerte del Mundo arrastrar camiones con los dientes en la plaza de toros, y arrancarse una camisa de fuerza, y en el ferial del Corpus, junto a un río Genil dolorosamente sediento, asistí a la ejecución de Caryl Chessman en la cámara de gas de la penitenciaría de San Quintín y la fuga de los condenados a muerte: Chessman, célebre criminal y novelista americano, fue entonces un muchacho imberbe y escuálido en la feria de Granada, atado con correas invulnerables a un sillón venenoso, y entre vapores se volvía transparente, invisible, seco esqueleto. Desaparecía. Entonces las sirenas anunciaban la fuga de los presos y una banda de extras, contratados en el Zairín y los barrios que rodeaban el ferial, corrían entre rejas de tela pintada alrededor del público, y en la barraca de suelo de tierra multiplicaban la polvareda que ascendía del río, entre silbatos de guardias y gritos de presos, aplicando un principio que David Copperfield respeta todavía escrupulosamente mediante ruidos eléctricos y percusiones aplastantes: los efectos sonoros son esenciales para arrebatar a la muchedumbre.

Hay quienes utilizan el ruido para abrirse camino en la vida diaria: hablan a voces, o escandalosamente, como si recordaran aquella observación de Manuel Azaña sobre un alto cargo de la República española:

-Este hombre da voces para emborronar la situación.

Y en la nube de humo hacen desaparecer a su interlocutor.

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