La transición, Adolfo Suárez y Felipe González
Existe un paradigma de interpretación sobre la transición política española: fue el resultado de la transacción entre unas fuerzas provenientes del franquismo, con propósitos reformistas, que no podían imponer en exclusiva su modelo y una oposición que no contaba con la suficiente fuerza para aplicar una ruptura radical con aquel régimen. Ha habido distintas interpretaciones sobre la transición política desde la historia, la sociología o la ciencia política que en términos generales coinciden mayoritariamente con esta versión. Todas ellas, salvo alguna excepción como la de Gregorio Moran, transmiten un optimismo histórico que da por sentado que aquel proceso que transcurrió entre 1977 y 1982 fue modélico y un reflejo de la madurez de la sociedad española.Efectivamente todo parece que salió bien por cuanto se saldó el franquismo sin grandes traumas. Nadie fue juzgado por las acciones del pasado, e incluso la policía político social se integró en la democracia sin que se ajustaran cuentas sobre sus responsabilidades en torturas y muertes de militantes antifranquistas. Aún recuerdo que reconocí a alguno durante mi época de diputado, de cuando era estudiante en la Universidad de Valencia, estar al frente de la escolta de algún ministro socialista. Por otra parte la amnistía permitía que los que habían mantenido la firmeza contra el franquismo desde el exilio o desde el interior, padeciendo en muchos casos años de cárcel y marginación, tuvieran su espacio político y comenzara una nueva etapa que se inició con la Reforma Política, que la izquierda intentó boicotear. El proceso de elaboración de una Constitución culminó en 1978 y proporcionaba a los españoles una Carta Magna, consensuada en términos generales, y daba pie para iniciar un proceso político que se había truncado después del golpe militar de 1936. La equiparación con los países europeos del entonces Mercado Común estaba servida y los españoles iniciaban una nueva andadura de libertad y de normalidad política.
Esta visión optimista, como si de un cuento de hadas se tratara, es la que se viene trasmitiendo en los libros de texto de los alumnos de la educación secundaria del bachillerato o la Universidad, y todos parecemos sentirnos orgullosos del resultado final de aquel proceso aunque pudieran quedar algunos flecos por resolver con el título VIII de la Constitución en determinadas autonomías. Políticos que intervinieron en el proceso y profesores de Universidad suelen ser invitados a distintos foros en el extranjero para que expliquen aquel "milagro" de pasar de una dictadura a una democracia sin grandes costes sociales, sobre todo después de haber contemplado lo ocurrido en la mayoría de los países del Este enclavados en las democracias socialistas cuando cayó el muro de Berlín en 1989 o las dificultades de los países hispanoamericanos para asentar regímenes democráticos.
Después de las declaraciones de Felipe González a un periódico mexicano en las que afirmaba, con poca diplomacia y sin matizaciones, que si hubiera sido por Suárez no se habría elaborado una Constitución en España, un alud de críticas se ha extendido por doquier a diestra y siniestra como si la frase de Felipe hubiera representado un agravio tremendo para la figura de Adolfo Suárez, aquel que fue calificado en el fragor de aquellos años como "tahúr del Mississipi". Pero en el fondo éste no es el problema, al margen de que cualquier declaración de Felipe González es multiplicada por mil decibelios en los medios de comunicación, y aprovechada por algunos para descalificarlo, desprestigiarlo o considerar que el ciudadano González no puede emitir una opinión o hacer un análisis como cualquier otro español. Hasta una carta del hijo de Suárez ha sido publicada en las primeras páginas de algún medio de comunicación, lo que dignifica el amor de un hijo hacia su padre, y probablemente en el acaloramiento del escenario mediático que se ha organizado yo hubiera hecho lo mismo con el mío, aunque obvia que, en las cuestiones que achaca a González, a su padre, en cambio, se le trató con guante blanco. Pero además una gran cantidad de colaboradores -principalmente antiguos ministros- del mismo Suárez han salido en su defensa descalificando las palabras de González.
La cuestión debe ser planteada en otros términos. De un tiempo a esta parte viene extendiéndose con sutileza, y algunas veces sin ella, la idea de que si existe democracia en España fue como consecuencia de aquellos que desde el reconocimiento de la necesidad de cambiar las estructuras políticas dieron el paso fundamental para la reconciliación de los españoles. La izquierda se limitó al parecer a aceptar los hechos y con mejor o peor cara asumir lo que el denominado "centrismo reformista" acometió en la transformación de España, de tal guisa que la izquierda, y los socialistas en especial, tuvieron poco que ver con aquella gran responsabilidad de conversión a una España democrática. Fueron aquellos reformistas, que en su inmensa mayoría provenían del franquismo y habían colaborado con él, los que en realidad dieron el paso adelante para impulsar una Constitución. Ellos, los antiguos franquistas y sus herederos, serían en realidad los protagonistas de la historia y los otros, la izquierda, cogieron el tranvía en marcha. Podría llegar el momento que hasta se eliminara de la historia los trece años y medio de gobierno socialista como ocurrió en la antigua URSS con la figura de Trostky en las enciclopedias.
Nadie niega que la transición, al final, fue un proceso que salió bien por la voluntad de todos los que intervinieron, como reconoció Abril Martorell, pero no puede patrimonializarse, como ahora se pretende, por unos sectores que viniendo de la derecha más dura, y algunos de ellos votando en contra de la Constitución de 1978, hacen un esfuerzo para quitarse el lastre que llevan encima a costa de descalificar o minimizar a los que también contribuyeron, impulsaron y lucharon para que todo acabara como ocurrió. Sin ir más lejos, el mismo Aznar no estaba en aquel tiempo por el apoyo al texto constitucional. Desde luego que Suárez tuvo un papel estelar, y así está reconocido por una gran mayoría, pero en su cabeza no existía un modelo claro de cómo conducir el final del proceso; se fue aceptando una realidad a medida que iban ocurriendo los acontecimientos, y en eso hay que reconocerle su valor de adecuarse a los mismos, pero su concepción de la política era accidentalista, en función de lo que dieran las circunstancias. Y éstas fueron encauzándose desde la izquierda, y principalmente por el PSOE, hacia la redacción de una Constitución, y así lo manifestó en las elecciones de 1977, donde proponía que las Cortes fueran Constituyentes, cosa que nunca defendió Suárez. El mérito de Suárez fue no poner dificultades a lo que se estaba desarrollando, enfrentándose con valor a determinados sectores para que las cosas fueran por el cauce que marcaba la gran mayoría de los españoles: libertad, amnistía y estatuto de autonomía. Y en aquellas manifestaciones estaban todos los demócratas, aunque las cosas no fueron tan fáciles como se han ido contando, y también el saldo de muertos de militantes o simpatizantes de la democracia y de la izquierda fue importante entre 1976 y 1980 por diversas causas, como ocurría en algunas manifestaciones públicas. Algo de razón tiene Gregorio Morán cuando interpreta la transición en otras claves: la claudicación de la izquierda ante los antiguos franquistas.
De todo ello, lo que más me asombra es que desde el PSOE no exista un movimiento que permita defender no las palabras de González, que a lo mejor no fueron de las más afortunadas, sino dejar a otros sectores antisocialistas la interpretación de la Historia. En esta situación, y recordando a Canetti, siempre ganan los mismos.
Javier Paniagua es profesor de Historia del Pensamiento Político y de los Movimientos Sociales en la UNED y miembro de la Comisión Política del PSOE.
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