Mazazo a la 'generación de Bosnia'
Miguel Gil descansa desde el sábado en el panteón familiar del cementerio de la localidad tarraconense de Vimbodí. Medio millar de personas abarrotaron la iglesia de este pequeño pueblo cercano al monasterio de Poblet para despedirlo; una muchedumbre que, muy probablemente, nadie recordaba en el lugar, ni por su número ni por su identidad.Más de un centenar de corresponsales de guerra -que habían acudido desde todos los rincones del mundo con la misma rapidez con la que se desplazan de guerra en guerra para surtir a los medios de comunicación- se miraban el uno al otro, sorprendidos por haber llegado tan lejos: por estar vivos.
Miguel se había sumado a la tribu de los corresponsales de guerra durante el conflicto de Bosnia. Era uno de los exponentes más genuinos de la cosecha de Bosnia. Fue precisamente en Sarajevo donde nació una generación entera de profesionales. Entre ellos, Miguel Gil. Cerca de allí, en Split, conoció en 1993 a Arturo Pérez- Reverte, convertido hoy en escritor de gran éxito, y le comentó que quería ser periodista. Pérez- Reverte acudió el sábado al entierro.
La leyenda de Gil arranca cuando aparece por la carretera del monte Igman subido en una moto tras haber cruzado las líneas serbias. Quienes vivieron el sitio de Sarajevo coinciden unánimemente en que era imposible entrar en la ciudad por este lugar. Desde aquel momento se había convertido en un símbolo. Tardó tiempo en convertirse también en periodista. Era, simplemente, aquel abogado español que hacía de chófer y que desprendía una curiosa energía. Era un tipo raro. Era creyente, profundamente creyente, algo no muy común entre la tribu de los corresponsales de guerra, y no probaba el alcohol, lo que le añadía una característica también exótica. Cuando cogió una cámara meses después pareció que la hubiera manejado desde la más tierna infancia. Se convirtió en uno de los mejores y más atrevidos proveedores de imágenes del oficio. Era muy osado.
La guerra de Bosnia acabó, y para entonces muchos de aquellos jóvenes aventureros que habían llegado al conflicto balcánico por su cuenta y riesgo se habían convertido en profesionales de altísimo nivel, integrados en las grandes agencias internacionales; habían ganado premios y honores y habían hecho de su vida un oficio.
Para Miguel, Kosovo fue la consagración. Además de conseguir quedarse en el interior durante los bombardeos aliados, se echó novia y pareció atemperarse, hacerse más prudente. Todos coinciden en que se había vuelto más cauto, más previsor; y en que calculaba muy bien los riesgos.
El conflicto de Sierra Leona pintaba mal. Pero Miguel quiso ir. Un año antes había muerto allí uno de sus mentores, Myles Tierney, y estaba obsesionado por volver al país africano. Pese a todo, mantuvo la prudencia. Su madre recordaba la otra noche las últimas conversaciones telefónicas que había mantenido con Miguel y cómo éste le explicaba que Sierra Leona "parecía un circo", que estaba lleno de periodistas, y añadía: "Cuando se vayan empezaré a trabajar de verdad". Incluso se negó a salir en un par de expediciones con colegas porque le parecían arriesgadas. Pero el miércoles pasado, él y otros veteranos, entre los que se encontraba otro personaje mítico, el norteamericano Kurt Shork, se dejaron embarcar. Y era una emboscada.
El pasado viernes, a la casa de la familia de Miguel Gil, en Barcelona, iban llegando colegas en una especie de extraño goteo; había abrazos y lágrimas, y también desasosiego. "Si ha muerto Miguel, que era inmortal, qué me va a pasar a mí", se preguntaba Enric Martí, compañero de Associated Press recién llegado de Líbano. Otros reporteros de esta agencia, como Santiago Lyon, comentaban que se había muerto haciendo lo que le gustaba. La generación de Bosnia se miraba en el espejo roto. El sueño se había acabado de forma abrupta. Muchos de ellos, lo reconocían, se empezaban a replantear muchas cosas.
Para su agencia, la Associated Press, había sido un golpe muy duro. Alquiló una planta de un hotel barcelonés y sus gentes y los de otras organizaciones de noticias acudieron en masa para mirarse en este espejo roto. Jerome Liebling se desplazó desde París. También llegó la novia de Miguel, una joven albanokosovar. Miguel, que quería volver a toda costa a su pueblo para asistir el 4 de junio a la primera comunión de su ahijado, un muchacho con síndrome de Down, no era una víctima más, una baja de combate, era un símbolo de todos ellos.
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