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Del museo: los silencios y los ecos

En septiembre de 1995, con la llegada de Juan Manuel Bonet a la dirección del IVAM, se iniciaba un periodo que ha concluido esta semana.La perspectiva no se presentaba nada fácil. El IVAM de los periodos anteriores se había consolidado con una rigurosa y arriesgada programación que combinaba la revisitación de las vanguardias clásicas con la apertura a la fotografía y la recuperación del arte de los sesenta/setenta. Sin olvidar del todo a Sorolla, parecía que habíamos aceptado, cual transición en el orden de las sensibilidades estéticas, otras miradas más audaces en el terreno del arte contemporáneo. Esa conquista parecía precaria en el momento en el que él accedió al cargo.

Cualquier cambio en la dirección del todavía joven museo agitaba los fantasmas de las innecesarias, por inútiles, guerras sobre modernidad/tradición y universalismo/localismo.

El logro de Bonet no ha sido únicamente el de mantener el rigor, sino el de transmitir a la programación su propia constelación de pasiones artísticas. El timón de un museo como el IVAM no puede ser pilotado por un mero gestor, por muy eficaz que sea el técnico elegido, sino por una persona capaz de emocionarse con el arte, y ahí es donde Bonet ha dejado su huella. Ha sabido mantener el elevado nivel de exigencia en la programación que le legaron sus predecesores, pero siempre con un toque personal. Y lo que es más difícil, sin traicionarse a sí mismo.

La etapa que ahora finaliza va ligada al equipaje de experiencias y saberes, entre la erudición y la crítica, con que este trabajador incansable desembarcó en Valencia hace casi cinco años. Su llegada a la dirección del museo coincidió en el tiempo con la publicación de un libro excepcional, el Diccionario de las vanguardias en España, recopilación de sus vastos conocimientos en ese campo y síntesis de veinte años de dedicación -a veces a contracorriente- a la recuperación de un ámbito de nuestra cultura de la preguerra poco y mal estudiado. Ahí, junto a ese hito bibliográfico, sus múltiples estudios, artículos, textos de catálogos, prólogos y ediciones de artistas y escritores de nuestra vanguardia histórica. Esa labor, curiosamente, no se ha interrumpido durante su etapa de gestión en el IVAM. Un puesto de semejante relevancia no lo ha a apartado del teclado del ordenador, ni de su conocida afición a las librerías de lance y los rastros. Y nos imaginamos a este hombre con aspecto de niño grande y desmañado aquilatando datos precisos en su copiosa biblioteca o revolviendo efímeros tenderetes en frías mañanas de domingo madrileño, a la caza del ejemplar único.

Semejante bagaje tenía que reflejarse, y en eso radica lo personal de su gestión, en el contenido de la programación.

No se han prodigado las valoraciones críticas sobre el sentido y orientación del programa de estos cinco años. Sí en cambio se ha dado -intensamente en el tramo final- una avalancha de juicios que, sin entrar en su pertinencia, nada tienen que ver con la trayectoria expositiva del centro. Por momentos pareció que el IVAM podía ser el museo que nunca nos merecimos.

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Si Vicente Todolí, en las etapas anteriores, nos permitió acercarnos a los ecos contemporáneos del pop y del conceptual, con pioneras exposiciones como las de Smithson, Bonet ha rastreado magistralmente las sendas de la figuración (Realismo Mágico, Morandi, Gaya), el agitado tránsito a las vanguardias (Ultraísmo, Berlín siglo XX), las vanguardias centroeuropeas (Lajos Kassák), el arte francés (Tal Coat, Télémaque), el misticismo de algunos marginales (Kubin), el universo de la tipografía, el cartelismo y la ilustración (de Helios Gómez a la Colección Merrill).

Y para aquellos horizontes paticortos que creyeron que arte igual a bastidor más lienzo, hemos redescubierto a Cirlot, el mundo de Satie. O la arquitectura racionalista valenciana. Al mismo tiempo, los capítulos iniciados con anterioridad no se relegaban al olvido. Y así volvimos a disfrutar del arte pop (Lichenstein), de los creadores valencianos (Sempere, Ballester o Los Ibéricos), de la fotografía (Plossu, Horacio Coppola, Larrain o Grete Stern), los americanos más contemporáneos (Bleckner, Taaffe) o el minimal de Robert Morris que veremos en diciembre. Sus exposiciones han decantando a lo largo de estos cinco años una parte importante de sus pasiones, que podrán coincidir en mayor o menor medida con las nuestras, pero sin duda todas son lados luminosos del complejo poliedro que forma el arte de nuestro siglo. Y particularmente resulta muy difícil no vibrar con algo cuando quien nos lo propone tiene una exquisita mezcla de conocimiento y devoción por el objeto presentado.

Más de diez años de IVAM a gran nivel han cultivado la mirada de un aficionado al arte contemporáneo al que ya es muy difícil engatusar con proyectos fáciles, ideas manidas o desaliñados localismos: el listón ha quedado muy alto y los que toman el relevo deben saber que también recogen los efectos de más de una década de historia en la que Bonet firma el último capítulo. Si tuviéramos que quedarnos con alguna de las muestras de este periodo no lo haríamos con ninguna de las más citadas y visitadas; elegiríamos la exposición de Federle, un abstracto de tonos sombríos que practica sobre grandes lienzos y que recoge, en una simbiosis profunda e interior, la tradición que navega desde Malevich al Rothko tan querido por Bonet. Sin ser la más llamativa ha sido la exposición más bonetiana. Ahora nos será más fácil encontrarlo por los espacios transparentes que Nouvel ha diseñado para la ampliación del Reina Sofía que por las polvorientas casetas de la Gran Vía a principios de marzo.

Manuel Menéndez y Enrique Selva son profesores de la Facultad de Ciencias Sociales, Jurídicas y de la Comunicación del CEU-San Pablo.

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