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Tribuna:LA CASA POR LA VENTANA
Tribuna
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¡A mí, Zaplana, que los arrollo!

Estaba el otro viendo la tele de madrugada y en una cadena italiana echaban una peli en la que salía John Gielgud haciendo de Papa. Eran apenas siete u ocho planos de un rollo bastante plasta, una pesada historia de religión y espionaje, pero suficientes para que el envidiable actor ahora fallecido (en su único gesto conocido de desdén hacia la vida), que siempre fue un actor más majestuoso que todos los Papas juntos, desde Pacelli a Wojtyla, mostrara todos los poderes de un arte en trance de perderse. Me fui a dormir pensando en el Gielgud que hacía de anciano escritor roído por el cáncer en una de las más atroces películas de Alain Resnais, mientras daba fin a sus días tomando vino blanco de fino etiquetado, reconstruyendo a su antojo los detalles de las vidas de sus familiares próximos, y ya entrando en el sueño contemplé como si lo tuviera delante de mi su airado porte en el papel de rey que le hizo interpretar un astuto Orson Welles en Campanadas a medianoche, donde Gielgud hacía de enfermo terminal mejor que nadie y le bastaba una mirada de apariencia errática pero muy centrada para lamentar las andanzas parranderas de su hijo y heredero con una bola de sebo, cebo fatal llamado Falstaff. En una mirada de esa clase (y eso que era fingida), y no en Woody Allen, como algunos europeos persuadidos de que el cómico neoyorkino es el más europeo de los norteamericanos creen todavía, se encuentra todo lo que usted quiso saber sobre las desventuras de la vida y jamás se atrevió a preguntar. Dicen los obituarios de prensa que era el último de los grandes actores, pero me parece que Ian McKellen (y quien haya visto su Macbeth de juventud sabrá a qué me refiero) está en edad y condición de tomar ese improbable relevo.Engorrosas notas de cultura aparte (porque hemos llegado al punto de no retorno a partir del cual incluso un simple actor inteligente y elegante y con voz propia y ahora recién muerto pertenecerá a las cimas de la cultura de altura por contraposición a tanto figurón de estatura media tirando a baja), sucede que Zaplana, por hablar de lo inevitable, prolonga en sus intervenciones públicas algunas vocales, un tanto a la manera de la más romántica Luz Casal, en contraposición total con la expeditiva Rita Barberá, mucho más fiel en sus inolvidables parlamentos a la rotundidad entrecortada de los fundadores a lo Fraga Iribarne, tan desdeñoso con los ciudadanos periféricos que tendrían tanto que oponer a las celebraciones militares a fecha fija como Joaquín Sabina, por seguir con el repertorio de antigüedades. No es más hábil el escurridizo president moviendo su banquillo de consellers. Como Rafa Blasco -ese nuevo Churchill, al decir de un muy su amigo- ha liquidado el paro en lo que viene a durar un embarazo, pues se liquida la conselleria correspondiente y se le coloca al frente de Bienestar Social, donde no hay duda de que habrá de concluir una gestión tan brillante como en la COPUT del reinado socialista, así que en cosa de pocos meses seremos todos tan benesterosos que habrá que buscar a este Kennedy alcireño un nuevo destino acorde con su ilimitada capacidad de entusiasmo ético. Poner a Serafín Castellano al frente de Sanidad sería poco más que una broma macabra de no ser por las listas de espera de infarto que asolan los hospitales públicos, pese a las risueñas declaraciones oficiales, mientras palman los enlistados en espera de remedio.

En esta semana de tanta expectativa liguera y mayor pujanza valenciana (que vence al Madrid en París, o a la inversa, ya no me acuerdo, a juzgar por el derroche de alegría en Canal 9), el sector del audiovisual ha encontrado cobijo para expresarse en las aulas de ese Tercer Milenio auspiciado por un trío de jubilados italianos, todo un augurio. Yo sigo sin entender por qué el buen cine europeo debería gozar de la excepcional cláusula de la excepción cultural, en detrimento del noble oficio de yesaire, por ejemplo. Pero todavía entiendo menos a Jean Claude Carrière, brillante colaborador de Luis Buñuel, cuando estigmatiza a la industria del cine norteamericano diciendo que sólo piensa en términos de mercado mientras que el arte le traería sin cuidado, y no como a otros. Esa veracidad local no sólo ignora los matices sino que se olvida de los particularismos. Aparte de que no parece tan claro que el cine español, o el europeo en general, pueda funcionar si no renuncia previamente a la almoneda en el mercadeo de las subvenciones para entendérselas directamente con los ingresos de taquilla, yo diría que algunas escenas rodadas por Wilder, Polansky, Scorsese, Coppola o Hanson contienen más arte fílmico que todas las películas de Chabrol, Saura, Almodóvar, Garci, Wenders o Lars von Trier juntos. Todo eso, y ver en Canal 9 a Miquel Navarro, ese escultor sensible, hablando del auge del poder valenciano a cuenta de los goles no metidos al final por nuestro Valencia, a qué puede conducir sino al desánimo.

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