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Los jueces absurdos

MANUEL LLORISDe vez en cuando nos sobresalta una sentencia judicial. No digo que nos sorprende porque, sumando las veces y los cuándo, el total es más que suficiente para sedar las más sensibles de las almas. Vamos, que nos han acostumbrado, que se ha desvanecido el factor sorpresa. La indignación la conservamos intacta pues surge de nuestra conciencia ética y cívica. Pero la sorpresa es un rasgo más individual y, en lo que a mí respecta, estoy perfectamente anestesiado; lo que no implica, me permito aclararlo, que uno esté de vuelta de todo. Generalmente, quienes dicen estar de vuelta en realidad no se han movido del sitio de partida.Un tribunal no ve ensañamiento en el asesinato de una mujer a patadas (diecisiete) y posterior estrangulamiento. Hace poco más de un año ocurrió un caso similar. La víctima recibió setenta puñaladas, pero tampoco se apreció ensañamiento. El Supremo corrigió entonces el desafuero, como es de esperar que corrija este último. Pero los desafueros son de índole variada, como todos sabemos. Por ejemplo, violaciones que no son tales porque la víctima no ofreció suficiente resistencia. Diablos. ¿Quieren ciertos jueces que nuestras mujeres sean calderorianas? ¿Qué ofrezcan una resistencia heroica a riesgo de ser degolladas y en virtud de que el honor está por encima de la vida? Vamos, vamos. ¿Qué decir de la violación repetida de una hijita y que queda impune porque la convivencia familiar es buena y, al parecer, el remedio (la cárcel para el canalla) sería peor que la enfermedad? La enumeración de variopintos dislates judiciales sería larga y prolija; bástennos estos ejemplos.

¿Qué les pasa a algunos jueces? Los factores para lo que llamaré "la banalización del crimen" son varios, pero me entretendré brevemente en dos, uno individual, otro social.

El factor individual. El lenguaje de los códigos es limpio, claro, preciso. No en vano Flaubert, fanático del término exacto, era lector asiduo de los códigos. Pero este cientifismo conceptual y literario contiene una grave limitación: no puede llegar a la singularidad de la experiencia del ser humano; tiene que contentarse con los principios generales de la ley positiva. Por reducción al absurdo, un código muy ambicioso sería Proust: En busca del tiempo perdido.

Los códigos, por fuerza, están a medio camino entre la ciencia y la literatura psicológica. Es el juez quien tiene que hacer el resto. Si se ajusta textualmente al texto del código, casi siempre pecará por defecto. En cambio, la interpretación sui generis corre el riesgo de pecar por exceso. Un juez inteligente, pero sin ínfulas intelectuales, dará más o menos en el clavo y más bien que menos. No afirmo que acertará siempre porque hay casos tan intrincados que ni siquiera esa maravillosa inteligencia abstracta (no radica en parte alguna del cerebro pero las impregna a todas) que es la del intelectual auténtico, está exenta de hacerse un lío con las conciencias ajenas... y con la propia.

Los jueces a los que llamo absurdos (por fortuna, una minoría; pero centenares de causas pasan por sus manos cada año) generalmente son personas que sobrevaloran su capacidad intelectual: su intelectualismo. Discutirían a Proust o a Joyce, si a tiro los tuvieran, el texto de una ley con referencia a un encausado concreto (¿no son, francamente, literarios frustrados algunos de ellos?) Ocurre como en esas actividades que, siendo esencialmente artísticas, tienen que recurrir al auxilio de una técnica. Se produce un overlapping, un solapamiento que explotan los críticos con escasa sensibilidad, pero con un conocimiento profundo de la herramienta. Luego, usted que no sabe el do-re-mi-fa-sol, será piadosamente desdeñado aunque su identificación con Bach sea una auténtica comunión de sensibilidades gemelas. Dios nos libre de críticos de manual y de jueces más o menos revolucionariamente originales. Los híbridos proliferan a sus anchas en el territorio del quiero y no puedo.

La segunda causa para la "banalización del crimen" puede ser social y es susceptible de darse concurrentemente con la primera, ya con brevedad esbozada. Incluso Hannah Arendt cayó en la trampa del progreso moral de la especie humana. No niego que ésta exista, contrariamente a Rousseau y a quienes coinciden en el diagnóstico, aunque no necesariamente hayan llegado al mismo por idénticas razones. Pero la fe en el progreso moral puede conducir, paradójicamente, a la banalización del crimen; o sea, en este caso, a un exceso de civilización. Así, Arendt defendió la tesis de que Eichmann, el sangriento carnicero de judíos (Arendt era judía y pudo escapar a tiempo) más que un asesino era un burócrata. Es la teoría de la cadena de mando. Las órdenes se transmiten de arriba abajo y de este modo la responsabilidad se diluye. Adolf Eichmann no era más que un eslabón de la cadena. Un buen esposo y padre de familia que desayunaba con los suyos y luego se iba al trabajo. A transmitir órdenes de exterminio.

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Hay algo de verdad en esta teoría, aunque hoy cada vez se acepta menos la obediencia debida. Si toca rebelarse, aún a riesgo de la vida, mala suerte. Órdenes brutales no se obedecen. Examinados por algunos grandes psiquiatras del mundo los dibujos que Eichmann hizo en la cárcel, el veredicto, al que se llegó por separado, fue que aquel individuo tenía una mente asesina. Si no recuerdo mal, los expertos no sabían quién era el autor de los dibujos.

La cárcel no debe ser una vendetta, como afirmaba Larra, empapado del espíritu de la Ilustración. Un paso formidable hacia adelante con respecto a la Edad Media de Tomás de Aquino, defensor convencido de la pena de muerte. Pero algunos jueces se toman demasiado al pie de la letra la humanización de los códigos, con efectos sociales que parecen ignorar y que no son nada buenos. Esparza usted algunos asesinos sueltos, después de una condena liviana o simplemente ninguna, y las ratas irán a morir a una ciudad dichosa. Siembren la inquietud, siembren el miedo que la inquietud y el miedo no tardarán en convertirse en odio sin dejar de ser lo que han sido. Un odio, y eso es lo más letal, que multiplicará sus objetivos, que terminará por empozoñar las relaciones todas, sociales y políticas. La frivolización del delito nos brutaliza: nos convierte en masa.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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