Marsé es azul
Las cosas son como no son. Eso es lo primero que se aprende leyendo cualquiera de las novelas de Juan Marsé, esas historias que antes se llamaron Un día volveré o Últimas tardes con Teresa o Si te dicen que caí, que ahora se llaman Rabos de lagartija y que, en contra de lo que muchos creen, no pasan en Barcelona, ni en la Ronda del Guinardó, ni en los años de la postguerra, sino en ningún lugar y en ningún tiempo, suceden en esa extensa zona de nuestras vidas en donde se mezclan la desesperación y las esperanzas, en la que siempre es a la vez de día y de noche, hace calor y frío, todo es real y todo es inventado, nunca se sabe muy bien ni qué es lo que se busca ni qué es lo que se ha perdido. Esa interminable zona de nosotros mismos de la que no sabemos nada y que se conoce con el nombre de imaginación.En las novelas de Marsé siempre hay o niños o adultos ingenuos, hay gente que, en el fondo, no está en una ciudad o una calle o una fecha concretas sino estancada en algún punto de su pasado; gente que parece tan incapaz de llegar hasta el presente como de salir de él, mujeres y hombres que no encuentran ni la fuerza ni los apoyos que necesitarían para levantarse del lugar en que cayeron a tierra o los derribaron. Rabos de lagartija habla de todo eso y, en consecuencia, habla también de todos nosotros, usa su escritura adhesiva, casi epidémica, para hacer lo que hacen todos los libros necesarios: inventarse a las personas que los leen, contarles sus propios recuerdos.
Ahora mismo, en las afueras de Madrid -porque ésta es, esencialmente, una historia periférica, una narración de las afueras, del extrarradio- hay millones de personas que no tienen nada que ver con los personajes de Rabos de lagartija y sin embargo son ellos, son personas acomodaticias pero inquebrantables, generosas pero terribles, cobardes y a la vez heróicas. Gente que sufre heridas inmensas, aunque no se les vea la sangre, igual que no se les ve a las lagartijas del relato, las lagartijas a la que los niños les cortan la cola, unos niños que son capaces de hablar con fantasmas y soñar en inglés aunque no sepan inglés; capaces de inventar mentiras que son exactas a la verdad o significan la verdad.
Pero entre los personajes de Rabos de lagartija hay uno, el inspector Galván, del que resulta especialmente difícil desatarse. Es un ser oscuro, contradictorio, lleno de rincones y también de filos; es una caja que tenemos que desenterrar en cada capítulo sin estar seguros nunca de lo que vamos a encontrarnos dentro. Si tuviera que compararlo con algo, lo compararía con ese crucifijo de una película de Luis Buñuel que llevaba oculta en su interior una navaja. ¿Qué resultado daría ese detective cruel y enamorado si sumáramos todas sus partes? No es fácil saberlo. ¿Existen policías parecidos a Galván a este lado de los libros de Juan Marsé? Eso tampoco resulta fácil de adivinar. Se me ocurre que quizás una manera de intentar saberlo sería hacer la jugada al revés, arrastrar al personaje de la novela hacia esta parte e imaginarlo haciendo alguna de las cosas que hacen los policías de carne y hueso. Me pregunto si el inspector Galván haría, por ejemplo, lo que han hecho esta semana algunos agentes de la policía nacional de Madrid: teñirse el pelo de verde para protestar por no haber recibido una paga extraordinaria en pago a su trabajo, una gratificación que les habían prometido si descendía la tasa de delincuencia de la ciudad, si aminoraban los tirones, los asaltos, los robos de vehículos. Intento representármelo de ese modo, en una manifestación, sujetando una pancarta, con la boca llena de consignas y el pelo verde, ese extraño pelo de policía atracado por las autoridades. Dicen que la policía de Madrid es la más ineficaz de España, que aquí es mayor que en ninguna otra parte el número de casos no resueltos y de delincuentes libres. Me pregunto si eso es culpa de los políticos, de la policía, de esos jueces que parecen sacados a veces de una película de Cantinflas y a veces de un cuento de Stephen King.
Es difícil imaginar a Galván en ese mundo. El mundo de los libros de Marsé es azul, azul-Marsé; es distinto, simbólico, nunca acogería cosas tan estúpidas, tan planas, tan grises. Es un mundo duro, pero tiene sentido. Ojalá pudiéramos decir lo mismo del nuestro.
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