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De feria en feria

En aquellos años de gris, la vida ciudadana se aliviaba puntualmente en fechas señaladas con eventos como el Domund, la Fiesta de la Banderita (cuestación de la Cruz Roja), el Desfile de la Victoria y las ferias, del libro y del campo. Los niños preferíamos la Feria del Campo, que era más instructiva porque, por ejemplo, podíamos ver cómo hacían la digestión los rumiantes a través de un ojo de buey que le habían implantado a una sufrida vaca en el cuerpo como si fuera una lavadora. Además, en la Feria del Campo regalaban más cosas, viseras de cartón, paipáis, caña de azúcar y otros productos gastronómicos o artesanos. En la Feria del Libro sólo regalaban salvapáginas, catálogos y folletos que anunciaban enciclopedias. Para los niños se trataba, sobre todo, de que dieran cosas, cualquier tipo de cosas, gratis. Luego, a la salida del recinto, veíamos quién había acumulado más papelotes, que, indefectiblemente, acababan en la papelera más próxima.La Feria del Libro de mi infancia se parece mucho a la que refleja Berlanga en una secuencia de El verdugo, cuando el anciano ejecutor lleva a su renuente yerno y sucesor en busca de recomendación a una caseta en la que firma ejemplares de su obra sobre la pena capital un ilustre erudito, entusiasta de la misma y admirador de sus oficiantes. Pocas casetas y muchos más mirones que clientes.

La mayor parte de los asistentes no iba a comprar, sino a mirar libros, como si una ojeada a las portadas y a los autores expuestos bastara para adquirir un barniz de cultura y sabiduría. La gente se acercaba a los libros con cierta prevención y respeto, y contemplaba a los escritores encajonados entre la desconfianza y la admiración, con la misma mirada que usaban para los animales salvajes enjaulados en la vecina Casa de Fieras del Parque del Retiro.

En los últimos años, la feria del Retiro, la gran serpiente monocolor de la cultura, ha crecido vertiginosamente y se ha convertido en un monstruo inabarcable y kilométrico. No hay niño que resista tan largo periplo bajo el sol, cuando no la lluvia, sin protestar o sin la contrapartida de una lata de refresco, una bolsa de patatas fritas, pipas o palomitas adquiridas en los quioscos y tenderetes que jalonan el agotador itinerario.

He visto a consagrados y provectos maestros de las letras, al borde del colapso, jadeantes, la lengua y los faldones de la camisa fuera, avanzar a buen paso por la avenida central contando el número de casetas que faltan para llegar a puerto, acuciados por la voz destemplada de la megafonía, que proclama que ya están a pie de firma detrás del mostrador correspondiente.

Aquella feria casi familiar se ha transformado en una gran superficie dedicada a un solo producto. Los mismos títulos en diferentes casetas, los mismos autores saltando de barraca en barraca bolígrafo en ristre.

Se impone una racionalización, una reconversión de este longilíneo mercado para que resulte menos tedioso y abrumador. El inmarcesible marco del parque del Retiro podría habilitarse en estos días como un parque temático consagrado al libro, ramificado en diferentes secciones ubicadas en otros tantos ángulos del recinto según sus características.

Por ejemplo, los libros esotéricos, las novelas góticas y el género de terror, junto a la estatua del Ángel Caído; la poesía, en La Rosaleda; los textos de náutica, las novelas de piratas, epopeyas marítimas y publicaciones oceanográficas, en el estanque; la literatura exótica, en el Jardín Japonés, y la de costumbres, cerca de Galdós; la militar y la hípica, alrededor de la estatua ecuestre de Martínez Campos; los libros de arte, en el Palacio de Velázquez; la ciencia, donde el monumento a Ramón y Cajal; las astronomías, en el Observatorio; las novelas de aventuras y libros de viajes, en la antigua Casa de Fieras; el género frívolo, junto al Florida Park; las obras de agricultura, ganadería, los relatos bucólicos y los tratados ecológicos, en la Casa de Vacas; los libros de historia, donde las ruinas románicas de San Isidro de Ávila, y los best sellers, bajo la cúpula simbólica del Palacio de Cristal, para que sus autores mediten sobre la fragilidad de la fama y no se tiren piedras sobre sus respectivos tejados.

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