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La residencia

El segmento de la sociedad que más intención demanda es, sin duda ni discusión, el de la juventud, aunque poco se repare en que los mozos de hoy son, entre otras cosas prometedoras, los vicios de mañana. En el periodo de bonanza que gozamos -aunque no en otras partes, ya lo sé- el ciclo generacional se cumple en sus términos biológicos e históricos. Otras calendas traían el sacrificio de los verdes años en las guerras, asunto segregado de los augurios nefastos. Entre los problemas comunes ocupa lugar muy destacado el de la vivienda.Peliaguda cuestión, cuando la tendencia es amontonarse en los mismos sitios. Se abandona el pueblo por la capital, el campo por la ciudad, el país primitivo por el de mejores posibilidades, y lo que fue un goteo controlado de la oferta a la demanda se convierte en irresistible éxodo que devalúa incluso el bien más precioso, que es la mera existencia perdida en el macabro turismo de las pateras.

Dejemos estas disquisiciones de cafetería para instalarnos en un problema adyacente, del que poco se habla, como si fuera una ordinariez o una inconveniencia: el deseo, el propósito, el proyecto -mucho más extendido de lo que parece- de tener otro domicilio, la segunda residencia, como pomposanente la definen los agentes inmobiliarios.

Ya no es patrimonio exclusivo de la gente rica; muchos españoles ahorran o se aventuran en el piélago hipotecario para disponer de la casa, el piso, el apartamento moderadamente alejado del lugar donde se trabaja. Decenas de miles de madrileños, en cuanto asoma en el calendario el fulgor rojo de una fiesta bien colocada en la semana, lían el petate y se desplanzan con la familia hacia ese rincón del Sur o del Levante. Son unos escalones más en el camino del bienestar, que no hay por qué disimular. El pelotazo vergonzoso lo dan muy pocos y sigue asombrando la desenvoltura con que se guardan la pasta ilícita.

Aunque no formemos parte de la legión afortunada, debemos felicitarnos por la accesible posibilidad de esa otra vivienda, por modesta que sea. Allí descansan las mujeres y hombres que trabajaron duro y con provecho y haciéndolo extensivo a los hijos hasta edades avanzadas. He tenido la satisfacción de visitar a unos viejos amigos, ya instalados en la jubilosa holganza. Con el sudor de la frente, algo de suerte y sacrificio, adquirieron hace años una casita cerca del litoral, donde sus estadías son cada vez más prolongadas. Encantadora pareja -hombre y mujer, nunca está de más la precisión- que ahora pretende recoger la cosecha de un pasado laborioso. La adquirieron hace diez o doce años, en coyuntura favorable. Satisfecho el último plazo del préstamo, maquinan acabar allí sus dias. Algo ensombrece el plácido futuro. Me lo cuenta él, de esta manera: "Has podido observar el edificio contiguo, casi igual a este que vivimos, cuya propietaria es una señora inglesa, muy mayor, que apenas aparece por aquí tres o cuatro semanas, en el otoño. Quizá tenga más de noventa años y su salud y longevidad planean sobre nuestro porvenir, que puede verse sustancialmente afectado. La dama es soltera, no se le conoce familia directa, y eso nos lleva a inquietarnos por el destino que pueda tener esa pequeña mansión y sus futuros moradores. Le planteamos ofertas de compra ventajosas: pagar el precio que estime más justo, mantener la morada a su disposición, sin condiciones, en todo monento, con parientes, amigos, lo que desee".

"Nada", interviene la esposa. "Es una vieja terca. Lo hemos intentado todo".

"Todo", remacha mi amigo. "Incluso nos llevó bastante tiempo convencer a nuestro hijo Tomás, que tiene 32 años, para que, si fuera preciso, se casara con ella. Yo mismo, de acuerdo con ésta", señaló a la cónyuge, "estoy dispuesto a divorciarme, contraer matrirnonio con la inglesa y después rehacerlo con la legítima. No ha habido manera; debe creerse inmortal".

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Vi a mis amigos desazonados ante la eventualidad de verse invadidos por vecinos bulliciosos, alemanes o daneses borrachos tocando el acordeón hasta las tantas, bandadas de niños aulladores y jóvenes moteros de madrugada. Un torvo futuro amenaza ominosamente la segunda residencia.

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