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Se busca un líder

¿Es indispensable el liderazgo en política, o se puede prescindir del líder? No se trata de una discusión simplemente teórica ni, por supuesto, su planteamiento y análisis resultan en absoluto estériles. La constitucionalidad de los partidos políticos, cuya alta función se recoge en el artículo 6 de nuestra ley de leyes, exige su impregnación democrática, pero en todo caso compatible con la solidez de su estructura y la salubridad de sus órganos decisorios.Por descontado que la sociedad política, entendida como el conjunto de los ciudadanos que votan libremente siempre que son convocados a las urnas, puede muy bien prescindir de líderes carismáticos. Al fin y al cabo la democracia se alimenta de la normalidad, que es tanto como decir de la rutina y el tedio de los días iguales. No hace falta que escuche las soflamas de caudillos enardecidos, ni que se muestre dispuesta al aplauso sistemático del que manda con ínfulas de ídolo insustituible. Pero los partidos políticos no pueden crecer, ni siquiera mantenerse en pie, sin un liderazgo interno, por más que éste deba quedar sujeto a control eficaz de otros órganos colegiados con más poder originario. "Nos, que uno a uno valemos tanto como vos y todos juntos más que vos..." era la fórmula con que el portavoz de las Cortes medievales se dirigía a sus reyes al inicio de la sesión de apertura. Sin disciplina ni quien la ejerza, cualquier institución caería por su base. Pero si hablamos de un partido político, que por imposición constitucional debe ajustar su organización y funcionamiento a criterios democráticos, no se compagina con estos el poder absoluto del líder sin un control más efectivo y auténtico que aparente, o simplemente improvisado, para guardar las formas.

Nuestra historia política más reciente nos depara ejemplos de claro tinte cervantino, es decir, altos, sonoros y significativos, que confirman lo anterior. El PSOE conoció sus mejores años como partido ganador gracias al indiscutible liderazgo de Felipe González, bien servido en la trastienda por el entonces carismático y omnisciente Alfonso Guerra. Pero tanto la falta de mecanismos efectivos limitadores de su poder, con el consiguiente abuso de éste, puesto de manifiesto así en el Gobierno del Estado como en el partido, cuanto la evidente incapacidad para corregir los abusos copiados con inconfesables fines por una serie clónica de secretarios regionales o comarcales, abrieron la pista del descenso imparable en el aprecio de las élites culturales y pensantes, seguido por la defección de amplias capas de voto popular que habían volcado su ilusión en el alborozo de una noche de Octubre de 1982. Para colmo de males, la renovación de ambos líderes -en realidad se trató de una "auto-renovación"- se hizo en presencia de las bases, pero sin contar con ellas, en una insólita versión socialista del despotismo ilustrado, con lo que la pretensión de extender el ejemplo a niveles inferiores de la organización, bajo las mismas pautas, produjo el efecto de una caída fulgurante de la disciplina interna en lugar del hallazgo de nuevos dirigentes elegidos con sosiego y libertad por el resto de la militancia.

En cuanto al PP, fue precisa una hábil, pero firme, operación de derribo de su líder Manuel Fraga, cuya inutilidad para el triunfo de la derecha pusieron de manifiesto los fallidos intentos de los comicios celebrados durante los años 1982 a 1989 y, atravesar unos años de profunda crisis con algún intento de liderazgo nonnato, para llegar al descubrimiento de un joven y desconocido diputado por Valladolid, llamado José María Aznar. Para él fue el poder que le depositaron los cabezas de clanes provincianos y la ayuda del dinero que le hicieron llegar sin cicatería las cúpulas empresariales. Con tan indispensable bagaje consiguió al fin dar con la llave del séptimo cielo de la mayoría parlamentaria absoluta. Primer año triunfal...

Pero el alumbramiento del líder desde el seno de un partido es lo más parecido a la eclosión de una nidada de pollos en medio de la llanura, donde la voracidad de cualquier animal, terrestre o aéreo, puede acabar con sus vidas indefensas. En ningún caso habrá que perseguir el descubrimiento del líder como el del Bautista bautizando a infieles, por la sencilla razón de que no hay otros líderes reconocidos por la opinión pública que los ya agotados en su propio proyecto y los que están por descubrir necesitan andar el viacrucis que, partiendo del soplo de la intuición, prosigue en un azaroso proceso de selección interna y, por último, debe superar el test de la puesta de largo en la sociedad que se encargarán de ofrecer, desde su óptica interesada y en ocasiones sectaria, los poderosos medios de comunicación que pueden acabar en un sacrificio lento y agónico del personaje, o en su elevación a la categoría de intocable.

Pero así se nace a la vida. A toda clase de vida. Imponerse a los demás, no resulta demasiado complejo si se usa de la fuerza, pero elevarse al liderato entre los iguales empleando el poder de la convicción supone un plus de dificultad del profeta en su tierra. Por eso el líder nace de la crisis y se abre camino hacia las alturas desde la raíz y el que pretenda practicar otros atajos (por ejemplo, redescubrir "lo malo conocido") puede encontrarse con la pérdida del camino andado y la necesidad de volver a empezar.

Francisco Granados Calero es presidente de la gestora del PSPV-PSOE.

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