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Tribuna:LA HORMA DE MI SOMBRERO
Tribuna
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Los hermanos Finaly JOAN DE SAGARRA

Hace unos meses, Pilar Aymerich (te debo un almuerzo, Pilar) me mandó una postal desde Cuba: "(...) y espero que cuando recibas esta postal Eliancito ya esté en su pupitre". Pues ya ves, querida Pilar, Eliancito sigue en Estados Unidos, con su padre, mientras nosotros nos tragamos a diario, quieras no quieras, nuestra ración de culebrón, del culebrón montado en torno al pobrecito Eliancito, el huérfano (de madre) balsero. "¿Por qué no nos escribe usted una horma sobre el pequeño Elián?", me preguntaba una señora el jueves, mientras hacíamos cola en la pescadería del barrio. Sobre Elián no, señora, pero sí sobre otros elianes, concretamente sobre los hermanos Finaly, los cuales, cuando empezó su affaire, poco después de terminada la II Guerra Mundial, eran unos niños algo, muy poco, más jóvenes que yo, y cuyo calvario seguí desde mi niñez y mi adolescencia -porque el calvario duró ocho años-, y como yo millones de niños, adolescentes, jóvenes, adultos y viejos de todo el mundo.Los hermanos Finaly eran -y espero que sigan siéndolo- dos: Robert, nacido en Grenoble el 14 de abril de 1941, y Gérald, nacido en la misma ciudad el 3 de julio del año siguiente. Los padres eran austriacos, judíos, que se habían refugiado en Francia huyendo del nazismo. En 1943 los nazis se instalaron en Grenoble, y en la noche del 14 de febrero de 1944, el doctor Finaly y su esposa son detenidos y enviados a un campo de exterminio alemán del que no regresarán. Los hermanos Finaly, judíos, hijos de padres judíos, circuncidados por sus padres, se convierten en los huérfanos Finaly y son confiados a la comunidad de las hermanas de Nuestra Señora de Sion, en Grenoble. Posteriormente son puestos bajo la protección de la directora de la guardería municipal de San Bruno, la señorita Antoinette Brun, que va a ocuparse de ellos con encarnizada devoción.

Lo primero que hace la señorita Brun, que después sería calificada de "sainte femme" por François Mauriac, es bautizar a los niños y colocarlos en un par de familias católicas. En 1948, una tía de los niños residente en Israel, la señora Rosner, inicia las gestiones para recuperar a sus sobrinos y llevárselos a vivir con ella a Israel. Pero se encuentra con el no categórico de la señorita Brun: "Jamais vous ne verrez ces petits! Je ne les rendrai jamais! Vous entendez, jamais!". Y es que al bautizar a los pequeños, aunque se tratase de un bautismo fraudulento (eran menores de edad), no por ello dejaban de estar bautizados y, por tanto, perdían en parte la condición de huérfanos: tenían una nueva madre, ¡la Santa Madre Iglesia!

Y empieza el affaire Finaly. El Estado, laico, francés, enfrentado con la Iglesia de Francia, capitaneada por el cardenal Gerlier, primado de las Galias, secundado por su dakoi el padre Chaillet, jesuita, que apoya hasta el último minuto -antes de la sentencia del Tribunal de Casación que ordena la entrega de los huérfanos a sus familiares judíos- la pertenencia de los niños Finaly a la comunidad católica, con el silencio -quien calla otorga- del Vaticano. Durante aquellos años, hasta el mes de junio de 1953 -el 23 se dicta el fallo del Tribunal de Casación y el 26 los niños, junto con su tía, emprenden el vuelo hacia Israel-, todo el mundo vivió pendiente del affaire Finaly. Un caso aupado por la ONU, la Liga de Derechos Humanos, el sionismo internacional, el Vaticano, el Estado francés, la Iglesia de Francia... y el Gobierno del general Franco. Porque los huérfanos Finaly, para evitar su entrega a sus familiares, fueron secuestrados y entregados, con falsas identidades, a monjes vascos (de Bayona), los cuales, al verse amenazados, hicieron que los niños cruzasen -a riesgo de su vidas- la frontera franco-española y encontrasen refugio en familias y conventos del País Vasco español.

Del secuestro de los niños Finaly en territorio español, el Gobierno del general Franco, en 1953, decía no saber nada. Pero el mes pasado, la revista francesa Passages hacía público un diario del padre Mauro Elizondo, prior del monasterio (¿en Guetaria?) donde estuvieron secuestrados los niños Finaly, en el que se narran las negociaciones entre el Vaticano y el Estado español para la liberación de los niños y su entrega a las autoridades francesas. En ese diario se menciona al ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo; al nuncio apostólico, monseñor Cicognani, y al subsecretario del Ministerio de Justicia, Ricardo Oreja. Según el diario del padre Elizondo, Martín Artajo se negaba a entregar a los niños. "Y aunque quisiera", le dice Martín Artajo al padre Elizondo, "no podría, porque el mismo general Franco se niega a ello". Al final prevaleció el criterio del nuncio, avalado por el Vaticano: los niños fueron devueltos a Francia (el Tribunal de Casación francés había dictado sentencia y la Iglesia no podía permitirse, al contrario que Franco, hacer el ridículo).

Yo viví intensamente el affaire Finaly. En mi colegio, los jesuitas de Sarrià, rezamos un rosario para que los niños Finaly se conservasen católicos (como lo rezamos para que el matrimonio Rosenberg se arrepintiese de su traición, de su pecado, no por su vida). Eran los años en que, al son de las carracas, los chavales barceloneses matábamos judíos en las puertas de las iglesias el Domingo de Ramos.

En La Vanguardia del pasado viernes, Quim Monzó escribe: "El primer capítulo del novelón del niño balsero ha acabado, pero no la historia entera, que durará décadas y se alargará más allá de la muerte de Castro y la reapertura de Cuba al capitalismo inevitable". ¿De verdad, amigo Quim? ¿Quién se acuerda hoy de los hermanos Finaly?

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