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Tribuna:CUADERNO DE TEATRO
Tribuna
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Marivaux en el planeta de los simios MARCOS ORDÓÑEZ

Marcos Ordóñez

1. Sade asoma. La disputa, que acaba de presentarse en Artenbrut, no fue precisamente un triunfo para el señor Marivaux. Número de representaciones: Una. El 19 de octubre de 1744. Y Marivaux ya no era un crío para esos sustos; tenía 54 años, acababa de ingresar en la Academia. "Accueil glacial", reseña el Mercure de la época. Es decir, que su público, el público de los Comédiens Français, se quedó a cuadros. Me imagino muy bien su reacción: "¿Por qué nos cuenta esto así, en bruto y en un acto, cuando nos lo ha contado mucho mejor tantas otras veces?". Esto era, es, el eterno tema de Marivaux: la inconstancia en el amor. O, mejor dicho, en el deseo. En Marivaux, el amor nunca es otra cosa que deseo enmascarado, enmascarado por su manera, por lo que dio en llamarse marivaudage: un artificio verbal que encubre más que muestra el sentimiento. En La disputa, el Príncipe y su amiga Hermiane discuten sobre la infidelidad. ¿Quién es infiel por naturaleza? ¿El hombre o la mujer? El Príncipe le dice que su señor padre sostuvo la misma disputa casi 20 años atrás, y que para rastrear a fondo ese por naturaleza, ordenó que dos niños y dos niñas, recién nacidos, fueran llevados a un bosque lejano, donde crecieron, en distintas zonas de una gran mansión, sin conocerse; ahora, al fin, lo harán, y el Príncipe y Hermiana, ocultos, observarán los resultados de su experimento.El texto de La disputa no ocupa más de 10 páginas de su Théâtre complet en la edición de Seuil. Con las obras de madurez de un autor, sobre todo si son tan escuetas, tan desnudas con ésta, uno nunca sabe muy bien si está ante una extrema depuración formal o si el viejo escritor, que ya no tiene mucho que decir, alza, a falta de algo mejor, la osamenta de su formulación habitual. Esa fue, justamente, la controversia de los críticos cuando la comedia volvió a la escena en 1938, tras casi dos siglos en el dique seco, que se dice pronto. Controversia relativa, porque el texto sólo le gustó a Marcel Arland. Para el resto de la crítica, La disputa era vacía, sosa, gélida y esquelética, entre otros adjetivos menos amables. Dos montajes más, en 1939 y 1944, y de vuelta al dique seco hasta 1973, cuando Chéreau la redescubre. Su primer gran montaje, su primer gran éxito, en el Théâtre de la Gaîté-Lyrique: Tres años en cartel. Con su rampa, y sus espejos curvos, y el prólogo añadido por François Regnault, y la impresionante escenografía de Peduzzi: un laberinto de muros verticales que se multiplicaban como fichas de dominó, acosando a los jóvenes protagonistas.

Con su Disputa, Chéreau nos decía fundamentalmente dos cosas: 1. Que cuidadín con equivocarse, amigos, porque esta obrita es "una meditación en la que Marivaux se interroga sobre las reglas de su propio juego". 2. Esto no es una fábula rococó, sino un cuento cruel tras el que Sade asoma la oreja. Con el punto 2 estoy más de acuerdo. Y es esa idea perversa lo que me resulta más interesante de La disputa. No tanto el desarrollo del experimento, esquemático y banal, para mi gusto -¿a quién le importa, en el fondo, saber si el hombre es más infiel que la mujer o viceversa?-, sino el experimento en sí; el que alguien haya planeado la monstruosidad de secuestrar a cuatro niños para escrutar sus sentimientos. No tanto lo que les suceda, sino el que ese alguien les esté observando. Esa es la noción verdaderamente terrorífica de La disputa. Eso es lo que duele de la obra: compartir, como espectadores, esa mirada impúdica. Hay una obra, reciente, que va mucho más lejos en esa crueldad experimental. Se estrenó la temporada pasada en la Beckett: El gos del tinent, de Benet i Jornet, donde un poderoso señor propicia el reencuentro de dos viejos amantes en un burdel para observar tras un falso espejo su historia de amor y destruirla. (No pensé en La disputa al ver El gos del tinent; lo pienso ahora. La crítica es un poco eso para mí: la posibilidad de un tejido continuo).

Desde 1973, La disputa se ha montado muchísimo en Europa, y casi siempre siguiendo la veta de violencia y crueldad que olfateó Patrice Chéreau. Desde Peter Stein en la Schaubühne de Berlín, en 1981, hasta la reciente versión de Stanislas Nordey en Nanterre. En nuestro país yo diría que se ha hecho muy poco, pero siempre en esa línea. Pau Monterde la dirigió en 1988 para el Centre Dramàtic del Vallés, con Josep Minguell, Esther Formosa y Pep Pla, que ahora la dirige, a su vez, en Artenbrut, utilizando la misma versión de 1988, traducida por Joan Casas.

2. Final del juego. Al final del montaje de Pep Pla, el Príncipe (Pep Comas) le dice a Hermione (Pilar Pla) que el juego ha acabado en tablas, y despide a los guardianes del experimento alargándoles un pequeño frasco, un frasco del que no cuesta imaginar su contenido. Limpieza, asepsia del mal: concluida la prueba, los cobayas han de ser eliminados. Es un gesto mínimo, casi imperceptible, pero que sitúa definitivamente al Príncipe en la órbita de Sade, en una república paralela a la de Saló. Los espectadores dejan el teatro con un sabor tan amargo en la boca como el del posible veneno suministrado a cuatro inocentes. En el montaje de Artenbrut estamos en el territorio del mal desde el principio. Espacio desnudo, iluminación sombría. Los guardianes de la mansión, Clara (Carme Fortuny) y Albí (Josep M. Casanovas), llevan lentes oscuros y gabardinas de cuero negro, gestapista. Los cuatro cobayas, rapados, vestidos con harapos, recuerdan a los prisioneros de un campo de concentración. Para sus encuentros, Pep Pla les ha inventado una serie de acciones físicas muy contundentes, que, desde luego, no figuran en las acotaciones del texto. Guiados (o más bien empujados) por Pep Pla, sus cuatro jóvenes, jovencísimos actores, se palpan, se muerden, se enfrentan y se huelen el culo como gorilas en celo. Si han visto ustedes cualquier entrega de la trilogía de El planeta de los simios me ahorrarán metáforas. Es un trabajo agotador, al que los cuatro se entregan con una energía constante, pero yo diría que Pla ha forzado un poco esa animalidad. Egla (Núria Font), Asor (Isaac Alcayde), Adina (Ada Cusidó) y Merlí (David Olivares) han sido educados, nos dice el Príncipe, por sus guardianes / preceptores, y resulta un poco desconcertante verles pasar del aullido gorilesco y el gañido gutural a frases como la de Egla viéndose por primera vez en un arroyo: "Cette découverte-là m'enchante. Je passerais ma vie a me contempler; que je vais m'aimer à present". Yo diría que el exceso de gritos de esta función obedece un poco a eso, a un intento de igualar, por la baja, acciones de primates y lenguaje florido. No me convence mucho ese enfoque, pero la atmósfera de inquietud, de perversidad, creada por Pep Pla, es soberbia. Y, sobrepasando el muy buen nivel del reparto, hay dos actrices que imantan la atención. La más veterana y la más joven. Carme Fortuny, la veterana, es aquí una Madre Terrible, amarga, sombría, quizá porque no puede dejar de sentir el horror de lo que está haciendo. Ese doble sentimiento, de extrema dureza y dolor secreto, tan difícil de sugerir en un escenario, lo da muy bien Carme Fortuny. La más joven, al menos profesionalmente, es Núria Font. Viene del campo del musical y ha sido para mí toda una sorpresa. Tiene una formidable combinación de fuerza y fragilidad, y transmite a Egla, desde sus ojos y su sonrisa, una vena de dulce insania, en la línea de una Carol Kane adolescente, que le va muy bien al personaje. Atención a esta actriz y a la carrera como director de Pep Pla.

3. Disfuncionales. Ha recalado en el Nacional, por cuatro días, el espectáculo Tots indis (Allemaal Indiaan), de Arne Sierens y Alain Platel, por la compañía Les Ballets Contemporains de la Belgique, un irónico nombre de guerra en cuanto su teatro, aunque minuciosamente coreografiado, poco tiene que ver con la danza. A Domènec Reixach deben de gustarle muchísimo, porque abrió temporada con la adaptación catalana de Bernadetje (Bernadeta Xoc, a cargo de Magda Puyo), primera entrega de una trilogía que cierra Tots indis. Si vieron Bernadeta Xoc no me extenderé sobre el mundo de Tots indis: viene a ser lo mismo, pero sin la verborrea que le añadieron sus adaptadores para "profundizar los conflictos". Sin demasiada necesidad, porque si algo abunda en el teatro de Sierens & Platel es el conflicto. El suburbio de Tots indis debe de tener el índice más alto de disfuncionales por metro cuadrado desde que Les Deschiens pisaron un escenario: varios retrasados, una niña ciega, dos punkis afásicos, una anoréxica trepadora y una crisis histérica cada 10 minutos. Excelentes, excelentísimos actores y una brillante escenografía de dos casas paralelas para un montaje que se apoya demasiado en estructuras previsibles (ahora una pelea, ahora un bailecito catártico, ahora alguien se sube al tejado) y que no pude dejar de ver como una 13 Rue del Percebe del miserabilismo.

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