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El paisaje interior

He leído recientemente que las asociaciones de amigos, científicos y curiosos del firmamento se quejan de la contaminación luminosa que sufre nuestro cielo nocturno, el paisaje celeste, y presionan a los ayuntamientos de las grandes ciudades para que reduzcan el número de farolas -realmente superfluas buena parte de ellas-, además de incitarles a que se decanten por modelos que tengan una caperuza en la parte superior del farol, que impida, o al menos merme, esa luz inútil que se derrama hacia arriba, ensucia el aire y oculta la otra luz, el resplandor del silencio centelleante de las estrellas. Debo confesar que yo miro poco hacia arriba por las noches, y que el cielo me gusta más de día, siempre que haya en él, además, alguna nube que lo amenice; los vastos espacios siderales no atraen mi atención durante más tiempo del que tardo en descubrir la Osa Mayor, punto cardinal en el que empiezan y finalizan todos mis conocimientos sobre la materia. Tampoco paso de sentir una atracción muy simple, teórica y exterior, hacia los grandes espacios; la contemplación del mar, el desierto o las llanuras nevadas, después de la primera y breve impresión, no consigue embelesarme; esas vastedades me parecen monótonas, reiterativas y aburridas. Mi gusto por el paisaje se reduce a los que me son familiares, bien porque fueron el escenario de mi infancia, la Vall d'Albaida, bien porque se les parecen, especialmente los toscanos, y de ellos, los que, reales o idealizados, fueron pintados por los renacentistas como forillo para alguna escena bíblica o evangélica. Es decir, los que presentan gran variedad de colinas y pequeñas montañas accesibles, algún río, huertas de frutales bien cultivadas y pueblos o habitáculos campesinos, dentro de una horma protectora y con unas medidas razonables y humanas, en las que los hombres, el pastor, la lavandera o el labrador que los pueblan, no resultan empequeñecidos como insectos o, aún más, aniquilados por las fuerzas descomunales y aterradoras de la naturaleza, sino en justa y armoniosa consonancia con ella. Paisajes con campos de labor, visiones de tierras de las que se extraen riquezas y que facilitan la vida de sus paisanos, a fuerza de ser trabajados, cuidados e incluso mimados. A mí, hijo de agricultores, como a Josep Pla, me gusta más un olivo de tamaño regular, bien podado y redondeado, cargado de olivas, que esos olivos centenarios de troncos monstruosos y ramas asilvestradas, que apenas si producen fruto, y aun éste, cuando aparece, se reduce a hueso y pellejo, inútil para la extracción del aceite o la salmuera. El gusto exaltado y romántico por las simas y los despeñaderos, las tormentas de gran aparato y los troncos tétricos, no sólo me es ajeno, sino que me parece bárbaro, un atentado contra la razón, el peligro suicida de quien tienta el límite al someterse al vértigo de poner el pie en el precipicio; algo, en suma, muy desaconsejable.También son de mi gusto, en consecuencia, los paisajes urbanos, y no precisamente los que se han visto reducidos a decorado, a obvio objetivo de postal. Late con mayor fuerza en las ciudades lo que del entorno más me atrae, el misterio de lo vivido, el torbellino y el laberinto cierto de la comunidad. Si son pintados, incluso cuando no aparece en ellos la figura humana, como en el famoso cuadro de la calle de Alcalá de Madrid, de Antonio López, o en cualquiera de los de nuestro paisano Marcelo Fuentes, que ha encontrado en ellos no sólo inspiración, sino tema, la ausencia de los ciudadanos adquiere tal significado que, a través de una hermosa paradoja, se convierte en una presencia profunda, esencial, que no sufre el estorbo asainetado de la anécdota callejera, y que alcanza una contundencia inapelable: no apareciendo nadie, hemos aparecido todos, y en todos y en cada uno de los momentos en los que hemos estado allí. Hay más humanidad en ellos que en cualquiera de esos cuadros nonocentistas, abigarrados de figuras, en los que parece que la multitud no tiene más objetivo que el de salir en la foto, aunque la excusa para ello sea combatir en una guerra del pasado, asistir al entierro de un personaje histórico o hacer cola ante una vicaría. El quid es que los paisajes de Marcelo Fuentes, como el de Antonio López, han dejado de ser algo exlcusivamente externo para, por antítesis, y en lo que parecería una clara contradicción, interiorizarse. El resultado es altamente sugerente, misterioso e ilógico; tres cualidades que lo convierten en poético.

Hace un tiempo que vengo escuchando hermanados, en contextos culturales o artísticos, los conceptos antagónicos de "interior" y "paisaje". Yo mismo creo haberlos utilizado, un poco a tontas y a locas, sin advertir en ello contradicción alguna. "Paisaje interior" no es más que un eufemismo, un poco ñoño, que viene a sustituir a otro, no menos remilgado, que parece haber quedado anticuado, "movimientos del alma", o simplemente a otro concepto mucho más antiguo y certero, "alma", hermosa palabra en franco desuso. Hay, sin embargo un ejemplo literario, en el que la expresión no esconde contradicción alguna y que es, al mismo tiempo, estrictamente justa con su significado. Me refiero al último y único capítulo, titulado Piazza Morgana -los anteriores fueron destruidos por el autor antes de morir- de una novela que iba a llamarse Gianni, Gianni, del exiliado cubano, Calvert Casey, y que seguramente gracias al concurso de su amigo ilicitano Vicente Molina Foix, fue publicado en España por una revista literaria hará cosa de unos 20 años. En él el narrador amante se introduce en el interior del cuerpo de su amado por la pequeña herida que éste se hacía al afeitarse. Lo que sigue es la descripción, gozosa, apasionada, exaltada, casi mística -de una mística nacida del más radical de los materialismos-, de los esplendorosos paisajes anatómicos que va recorriendo, todos, desde el cerebro hasta la punta de los pies. Nada más lejos de una descripción de Pereda o de Blasco Ibáñez, ni más cercano, en espíritu, a la descripción del mejor de los paisajes arcádicos, porque, detalles aparte, la Arcadia es el paisaje en el que uno es feliz por el simple hecho de habitarlo. El paisaje interior ha dejado de ser lo aparente, o por hacer uso de las palabras del ciego Borges, "la superficie coloreada de las cosas", para convertirse en el lugar en que se ansía vivir en perfecta comunión, donde los términos "dentro" y "fuera" no tienen sentido, ni tampoco utilidad.

Enric Benavent es escritor.

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