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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Motos AGUSTÍ FANCELLI

Como los periodistas o los políticos, los motoristas no gozamos de gran prestigio social. Se nos suele atribuir una pasión desmedida por el ruido, muy especialmente cuando nuestros vecinos duermen, y por las aceras, sobre todo si se hallan transitadas por pacíficas ancianas. Preocupado por todo ello, el Ayuntamiento ha anunciado que va a endurecer las sanciones. Nada que objetar, aunque alguna vez los del gremio agradeceríamos salir en los papeles asociados a alguna causa positiva. Nunca se nos cuenta, por ejemplo, en qué medida los 225.000 vehículos de este tipo -ahí es nada- que circulan por Barcelona contribuyen a su aceptable movilidad urbana comparada con las de otras capitales de nuestro entorno. Por lo demás, no saben nuestros munícipes cómo agradeceríamos los motoristas que esos ingresos extras que les va a proporcionar nuestra incorregible manía de molestar a la gente se reinvirtieran en pintura de suelo antideslizante o en un asfaltado homogéneo que nos librara del sobresalto cotidiano. Pero no hay nada que hacer: hoy la corrección política sobre dos ruedas la acapara íntegramente la bicicleta. El día en que me pongan un telearrastre que me ice hasta la cumbre de Balmes, juro que me cambio.Mientras tanto, he de conformarme viviendo como un motociclista, es decir, manteniendo mi afición la mayoría de las veces en secreto para no herir sensibilidades y reafirmándola muy de vez en cuando de manera gregaria, que es lo que hice el pasado fin de semana yéndome en moto con unos amigotes al Guggenheim de Bilbao para ver, antes de que la cierren, la exposición El arte de la motocicleta. Una delicia. Desde un velocípedo de 1868, marca Michaux, en el que el constructor L. G. Perraux se le ocurrió montar una caldera de vapor bajo salva sea la parte del usuario, hasta la MV Augusta F4, de 1998, que te pone 128 caballos entre las ingles, un mundo fascinante de cromados se despliega a la vista. Hay artefactos de una belleza cerrada: la Megola Sport, creada en 1922 por el ingeniero alemán Fritz Cockerell, cuyo motor de cinco cilindros está montado sobre el eje de la rueda delantera; la BMW R32 (1923), pura Bauhaus con manillar, obra del ingeniero aeronáutico Max Friz, o la Majestic 350 (1930), del francés Georges Roy, que es como ir montado en un delfín.

Pero si algo nos puede a los motoristas es el mito y esta exposición se encarga de satisfacerlo con creces. Allí está la Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport, de dos cilindros en V, que alcanzaba los 160 kilómetros por hora. Lawrence de Arabia se mató en 1935 con una de ellas, la séptima que tuvo en 11 años, al tratar de esquivar a un ciclista (para que luego digan). Más allá se exhibe una réplica de la Harley-Davidson Chopper, de 1969, concebida para la película Easy rider: el catálogo incluye un poema, titulado Las motos siempre fueron trabajo para mí, de Dennis Hopper ("así termina la cabalgata hasta la próxima vez/ que me suba a una moto/ me estrelle y me incendie/ y me mee en el fuego"), en el que explica que la marca no les quiso ceder ninguno de sus modelos por temor a que su imagen quedara dañada, por lo que Peter Fonda montó esa maravilla sirviéndose de piezas de viejas Harley adquiridas en subasta. Hay espacio también para los grandes récords: está la MV Agusta con la que sir John Surtees consiguió el título mundial de 500 cc en 1956, iniciando la larga serie de éxitos de la marca italiana que culminaría Giacomo Agostini, o la minimalista Derbi 50 con la que Ángel Nieto se adjudicó en 1970 el primer triunfo de la serie de 12+1 que acumularía en su extraordinaria carrera.

Mi orgullo de motero catalán empieza a henchirse por momentos: de Derbi no está sólo la de Nieto, sino también la popular Antorcha, más conocida como la Derbi paleta. Recuerdo entonces que Youichi Ui ha ganado la última prueba de 125cc, con una máquina salida de la factoría de Mollet, nada menos que en el circuito de Suzuka, dando para el pelo a los constructores japoneses. Repaso complacido, a partir de ahí, los grandes nombres del motociclismo catalán actual: Crivillé, Checa, Alzamora, Gibernau. Este último, por cierto, nieto de don Paco Bultó, creador de la mítica Bultaco Metralla, protagonista de grandes hazañas en la isla de Man, donde encontró la muerte Santiago Herreros a lomos de una Ossa. La Metralla se halla expuesta en el Guggenheim junto a otra moto catalana no menos gloriosa, la Montesa Impala, con la que Enrique Vernis, Rafael Marsans, Manuel Maristany, Oriol Regàs y Tei Elizalde viajaron de Ciudad del Cabo a Barcelona en 1962. Le pongo un solo reparo a la exhibición de Bilbao: que no haya incluido ninguna Sanglas, la marca española dedicada a la gran cilindrada que vio la luz en Poblenou en 1945.

De vuelta a Barcelona bajo el diluvio, me pregunto por qué el motociclismo tiene tan mala prensa, con lo alto que dejamos el pabellón de la patria allá adonde vamos.

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