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Mesetarios

A finales de los años sesenta, un grupo de iniciados que habitaba las catacumbas de la nocturnidad barcelonesa proclamaron la divinidad de la izquierda, dogma inefable que celebraban apurando cálices de whisky y contoneándose espasmódicamente en pequeñas pistas de baile bajo la luz relampagueante de lámparas estroboscópicas.La gauche divine, que ha llegado a Madrid de exposición, como reliquia de museo, cuando ya no la necesitaba nadie, produjo hace décadas en la austera y sufriente izquierda mesetaria múltiples desgarramientos de vestiduras, más dramáticos todavía porque los pobres izquierdistas mesetarios sólo tenían dos camisas para desgarrar, la proletaria camisa de diario, de franela y a cuadros, y la camisa blanca, muy limpia pero rozada de puños y cuello, que reservaban para los domingos y para las comparecencias ante los tribunales de orden público.

El término mesetario fue una de la felices acuñaciones de aquellos enfants terribles de la Barcelona afrancesada, sonaba a cuaternario, mesozoico, jurásico y cutre.

El término lo utilizaban mucho en la revista Fotogramas para hablar del cine que se hacía en Madrid, la odiada capital centralista en la que la inflexible y próxima vara de mando del régimen no permitía aquellos devaneos noctámbulos entreverados de whisky etiqueta negra, marxismo y bailes modernos.

En Madrid, los progres locales e importados empezaban a reaccionar contra la ortodoxa "Cofradía del Santo Reproche", la izquierda oficial y penitencial, contagiados de odio por los efluvios del Mayo Francés y de las flores de San Francisco, no de Asís, sino de California.

Pero su gauchismo no tenía nada de divino porque, como decía una canción protesta de Las Madres del Cordero (grupo underground madrileño): "Si será por el clima en la meseta, no llovieron del cielo los estetas... no llovieron del cielo las pesetas".

En Barcelona se conspiraba en áticos modernos y modernistas y en acogedoras cavas. En Madrid, en mugrientas buhardillas y húmedos sótanos. La canción se llamaba Nosotros, pobres mesetarios, y continuaba así: "El cine de la escuela catalana se nutre de modelos alemanas, mientras que en la meseta el pobre cine aguanta de Lazaga, folletines".

Y eso había que reconocerlo, las películas de la escuela de Barcelona se llamaban Dante no es únicamente severo o Biotaxia, y las que se hacían en Madrid llevaban títulos como Lo verde empieza en los Pirineos y cosas así. Además, aunque hubiera excepciones como Carlos Saura, que había hecho Peppermint frappé y Stress es tres, tres, incluso a él se le notaba la mesetariedad larvada y al acecho; tal vez era el más mesetario de todos.

El veneno de los celos y la ponzoña de la envidia eran sentimientos que subyacían también más o menos larvados en los progres madrileños, a los que Aute, en otra canción, pintaba como progresistas y marcusianos de salón que, luciendo barba y pana, hacían su contestación en los cines de arte y ensayo. A ser posible, desde la fila quinta para apreciar con el mínimo distanciamiento sus valores intrínsecos y extrínsecos.

Con un distanciamiento similar se contemplan hoy las fotos de la exposición de la gauche divine que visita Madrid después de tantas lluvias como nos han caído encima desde entonces, olas, mareas, movidas y resacas, naufragios y rescates.

Exposición entre la ironía y la nostalgia, aunque a veces genere un punto de escándalo y de ingenuidad políticamente correcta, lo suficiente para que aflore una mefistofélica sonrisa en los labios del viejo zorro Oriol Regás.

Aquella quintacolumna mediterránea enseñó a los progres madrileños que la resistencia al franquismo y la bacanal noctámbula podían ser compatibles, sobre todo si uno no tenía que madrugar todas las mañanas y siempre que tuviera pasta para autofinanciarse.

Ahí estaba el problema, en el clima seco, austero, desértico, en la pertinaz sequía que castigaba a la meseta, agostada bajo el sol implacable del superlativo astro que emitía sus cegadores rayos desde muy cerca.

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