Innovación: mitos y realidad
La innovación está de moda. Los economistas nos hablan de ella como el motor del desarrollo. Los periodistas nos informan sobre incontables reuniones y seminarios donde se discute cómo fomentarla. Las compañías, en sus anuncios, nos aseguran de su filosofía innovadora. Los científicos reclaman más recursos para la investigación sobre la base de que ésta es esencial para la innovación. Y se da por descontado que en el nuevo Gobierno el Ministerio de Industria será sustituido por un Ministerio de Innovación.En todo escrito o conferencia sobre innovación es de rigor emparejar este término con los de investigación y desarrollo o con el de patente, preferiblemente en alta tecnología. Pero, a pesar de tantos pronunciamientos, apenas se oye decir qué se entiende por innovación, con lo que se corre el riesgo de hablar de cosas diferentes y de que la palabra se convierta en un cliché sin contenido. Para ser innovador, un producto o un servicio nuevo tiene que ser aceptado por el mercado y producir ganancias muy superiores a las de los otros productos. En definitiva, lo que caracteriza a toda innovación es la novedad unida a un gran éxito económico; sólo unas pocas crean además mercados nuevos en direcciones insospechadas.
Por supuesto, muchas de las innovaciones modernas tienen una base científica y tecnológica. Sin embargo, en contra de lo que suele repetirse, pasado un cierto umbral, no existe una relación directa entre el nivel de innovación de un país y su desarrollo científico o tecnológico, ni aquél se mide por el número de patentes. El Reino Unido tiene más de 70 premios Nobel en ciencia y medicina, y a pesar de ello su tradición innovadora es pobre. La Unión Europea gasta en investigación aproximadamente el mismo porcentaje del producto interior bruto que Estados Unidos, y los europeos publican más artículos científicos que los americanos. En cambio, casi ninguna de las grandes industrias del siglo XXI son de creación europea. En términos absolutos, el número de patentes japonesas casi dobla al de Estados Unidos; por habitante, el de éste es casi tres veces menor que el de Corea. Pese a estas cifras, nadie duda de la enorme ventaja americana en cuanto a innovación se refiere.
Tampoco es innovación sinónimo de invención. Edison, el inventor por antonomasia, era, al parecer, pésimo para desarrollar productos con éxito comercial. Un producto tan revolucionario como el videocasete había sido ya inventado por Ampex para uso profesional en 1954. Fueron los esfuerzos japoneses en los años setenta por hacerlo más pequeño, sencillo y barato lo que lo convirtió en un producto con éxito fulminante entre el público general. Los láseres de semiconductores fueron prácticamente inútiles durante 20 años, hasta que en la década de los ochenta fueron incorporados en los sistemas de discos compactos y de transmisiones por fibra óptica.
Otro error frecuente es creer que todas las innovaciones modernas dependen de la tecnología más reciente o que han de ser técnicamente superiores a los productos que sustituyen. Las notas adhesivas fueron desarrolladas por la compañía 3M a partir de un pegamento que había fracasado en otras aplicaciones, mientras que la tecnología más de punta no ha sido suficiente para salvar de la bancarrota a la compañía que introdujo la telefonía móvil intercontinental hace dos años. Si revolucionario fue el circuito integrado, también lo fue antes la introducción de la línea de producción, y, más modestamente, el cajero automático o incluso el modelo de negocio creado por Mc Donald's.
¿Son acaso los grandes programas gubernamentales los que determinan que la innovación florezca en unos países y no en otros? El caso de Japón es ilustrativo. Su Ministerio de Comercio e Industria ha creado en los últimos años varios proyectos gigantescos destinados a fomentar la innovación, que, según la revista The Economist, el mismo ministerio reconoce que han sido una pérdida de tiempo.
Las raíces de la capacidad de innovación de un país hay que buscarlas en su historia y su cultura. La innovación exige una mentalidad más interesada en lo práctico que en lo teórico, abierta a la noción de provisionalidad y cambio. Pero, sobre todo, para desarrollarse, la innovación requiere una cultura que favorezca el riesgo, recompense el éxito y no penalice demasiado el fracaso. Por eso no debe extrañar que Estados Unidos -un país de inmigrantes que mantiene el espíritu pionero de los primeros colonizadores europeos- esté a la cabeza en este terreno. La tradición calvinista de depender de sí mismo y no del Estado, de culparse uno mismo antes que al sistema si las cosas no vienen bien, sigue aún viva en Estados Unidos.
Los americanos son optimistas y creen que pueden conseguir lo que a otros parece imposible: el 78% de ellos piensa que se puede llegar a rico habiendo nacido pobre. La ambición -de riqueza, de poder y de fama- está bien vista por la sociedad y ésta la recompensa con largueza. En resumen, la innovación nace de un espíritu connatural con el capitalismo, algo que a los europeos quizá nos cueste aceptar cuando pensamos en las limitaciones de ese sistema. Hacer compatible la innovación con un modelo de sociedad menos duro: ésa sería la suprema innovación.
Emilio Méndez es catedrático de Física de la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook.
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