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Tribuna
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Desencanto

Se ha repetido muchas veces que los recientes resultados de las elecciones generales testimonian más la derrota de la izquierda que el triunfo de la derecha; que lo único que han demostrado las urnas es que los proyectos progresistas no logran encandilar a una mayoría de la población que apuesta cada vez más por lo malo conocido, sin que se sepa muy bien si esa falta debe achacarse a defectos de forma o de fondo. Es un hecho, por uno u otro motivo, que los partidos afectados no han sabido movilizar a sectores de la sociedad tradicionalmente de izquierdas, interesados en una reforma de las instituciones, que cuentan con un esquema político alternativo: dentro de esos sectores debe situarse a la juventud, cuyo silencio ha resultado clamoroso en las últimas estadísticas electorales.Los datos nos presentan a una juventud aquejada de un muy alto índice de absentismo, que prefiere el silencio a revelar de qué lado se encuentra mediante el ejercicio del voto. Esta negativa a practicar el más alto derecho democrático no parece sino la punta del iceberg de todo un cúmulo de actitudes y planteamientos que desde mucho tiempo atrás se vienen registrando con preocupación: una gran mayoría de los jóvenes siente un desinterés congénito por la política, una especie de abulia social que le vuelve los problemas de la comunidad tan ajenos y carentes de inmediatez como los de los países del Tercer Mundo, de cuya existencia sólo saben los telediarios. El joven medio no sólo se niega a tomar parte en la elección de los gobiernos, sino que elude incluso la emisión de opiniones; cuando esta última norma se exceptúa, los comentarios son despectivos, con frecuencia soeces. Afirman los jóvenes que no entienden la política, que no entienden a los políticos: las ideologías, de las que felizmente desconocen hasta las fórmulas más elementales, quedan sepultadas por la personalidad de los jefes de los partidos, crápulas sin vergüenza que pujan en los mítines con el único objetivo de desfalcar y esquilmar los fondos estatales.

Esta anemia democrática viene motivada, seguramente, por la falta de efecto de contraste que sí han tenido las generaciones precedentes. La democracia no resulta tan fantástica a nuestra juventud quizá porque no ha tenido una no-democracia con la que compulsarla. La deficiencia más básica de esa panacea política finisecular, la distancia entre los gobiernos y los ciudadanos de a pie que cada cuatro años les dan leves toques de aviso, se vuelve en el caso de los jóvenes un abismo ancho y oscuro, difícil de salvar: nada tienen que ver con quienes detentan puestos de poder, en nada variarán esos extraños el estado de sus intereses. La tarea de participar en la vida pública es una obligación engorrosa que debe evitarse si es posible. En una sociedad envejecida, capitalizada, cada vez más gerontocrática, los menores de treinta años, sin empleo fijo, que viven en casa de sus padres y se resignan a encuentros sexuales en los sillones traseros de los automóviles, no pueden verse reconocidos en candidatos de ninguna clase. Los jóvenes pensarán, como Borges, que algún día mereceremos que desaparezcan los gobiernos; mientras tanto, nos queda seguir esperando.

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