Enésimo fin de la transición
PEDRO UGARTE
De cuando en cuando, generalmente tras la celebración de unas elecciones, alguien decide que por fin es el momento de dar carpetazo a ese complejo proceso histórico de democratización política que denominamos transición. Son ya 25 años de atribulado devenir, 25 años de paulatino alejamiento. La transición, de algún modo, lo inauguraba todo, pero era también cierto que los 40 años anteriores pesaban como una losa en el imaginario colectivo y que esa herencia había dejado algunas deudas por saldar. Desde entonces son muchas las fechas sugeridas como clausura del proceso: la disolución de Unión del Centro Democrático, el fracaso del golpe militar del 23-F, la llegada del socialismo al poder, la salida del socialismo del poder, etc. Sin embargo, puestos a sugerir, a uno le parece que sólo ahora, después de las recientes elecciones generales, por fin ha terminado la famosa transición.
Aún pervive la sorpresa entre las fuerzas denominadas progresistas por el contundente triunfo del Partido Popular. Por su parte, los nacionalistas no han encontrado respuesta a las abrumadoras cuotas de voto conservador en sus territorios reservados. Algo ha pasado, también ahora, que quiebra las costumbres políticas, implícitamente incontestables, que habían asentado el proceso de democratización iniciado hace más de dos décadas.
Posiblemente el voto de las pasadas elecciones generales ha levantado acta de un hecho incontrovertible: el relevo generacional ya ha dinamitado los presupuestos sobre los que muchos ciudadanos habíamos acomodado nuestras ideas políticas. El Partido Popular, tras complejas operaciones de cambio de denominación, refundaciones y búsqueda de líder, ya no se presenta, en opinión del electorado, como heredero del viejo régimen. Guste o no guste, esa percepción se ha disuelto en muchas mentes maduras y desde luego ni siquiera es apreciable en la imaginación de la mayoría de los nuevos votantes. Ni siquiera la supervivencia de Fraga, ese longevo hipopótamo de la política, encastillado en su Galicia natal, es capaz de remover en las conciencias el recuerdo de los viejos tics autoritarios.
Se mantenía, casi hasta ayer mismo, la idea de que la transición, una transición sociológica, no estaba cerrada, y quizás muchos vivíamos en la esperanza de que no se cerrara nunca, habida cuenta de que ello nos otorgaba un implícito plus de legitimidad democrática. Esta idea, nunca expresada con palabras, pero que pervivía secretamente en la intimidad de la conciencia, resulta a partir de ahora impracticable. Cada vez más gente vota al margen de presupuestos ideológicos. La izquierda y los nacionalismos democráticos ya no pueden permitirse el recurso facilón a la memoria histórica para recolectar votos sin esfuerzo. Esos tiempos de economía electoral han terminado. Lo ha dicho la gente, mediante masivos trasvases de voto, y es posible que lo siga diciendo en el futuro.
Lo que queda, a partir de ahora, es una sobrevenida normalidad democrática que exigirá al mismo tiempo muchas rectificaciones de fondo. Las ideologías tienen futuro, desde luego, porque negarlo sería negar que la mente humana levanta dos palmos del suelo. Las ideologías tienen incluso una tarea apasionante por delante si quieren enfrentarse de verdad a un liberalismo resueltamente economicista y amoral, pero las ideologías ya no pueden permitirse la retórica de los buenos tiempos por venir. Hacer política se va a parecer mucho a hacer empresa: presentar una buena gestión y aguardar el dictamen de los ciudadanos, que votarán en parte según intereses privados.
Siempre habrá espacio para las ideas, porque un mínimo compromiso moral con la democracia exige presuponer que la gente no es lisa y llanamente tonta, pero las ideas, y la ideología con mayúsculas, van a dejar de ser la justificación de determinados prejuicios para transformarse en un principio orientador de la gestión institucional. No comprenderlo de ese modo significaría exponerse a nuevas sorpresas cada vez que el pueblo llano, depositario de la soberanía popular, se anime a abrir la boca.
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