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El carro delante de los bueyes

Se acaba de inaugurar el Museo de la Ciencia y pronto tendremos el Museo de la Ilustración. Aún suenan los aplausos de la gala en la que se libraban los premios anuales de las Artes Escénicas. No hace mucho se clausuraba el año del Audiovisual. Ahora están a punto de fallarse los premios Jaume I de Investigación. Cualquier Montesquieu que llegase a la Comunidad Valenciana creería que esta tierra es Jauja y no cabe duda de que sus corresponsales epistolares persas sacarían la impresión de una efervescencia científica, artística y tecnológica que recuerda a Harvard, a Broadway o al Silicon Valley. Si en algún lugar se inaugura un museo de la ciencia y se premia a los científicos, es porque -suponemos- allí el respeto y el apoyo a la actividad científica son consuetudinarios y gozan de amplio predicamento. Si las medallas concedidas a las artes escénicas o a las producciones audiovisuales suscitan apasionadas polémicas, es porque -imaginamos- en ese sitio se protege y se valora a los artistas. Por eso existe un grandioso museo científico en Múnich. Por eso se conceden los oscars de la Academia de Hollywood. Por eso fue un sueco quien instituyó el premio Nobel.Así se había procedido hasta ahora en la Comunidad Valenciana. Tenemos un excelente museo de cerámica y dos museos de artes plásticas, uno antiguo y otro moderno, que son más que dignos. No es de extrañar: la producción alfarera nos viene desde los íberos y las artes plásticas continúan el soplo renacentista del áureo siglo XV. Por la misma razón, uno debe buscar las grandes pinacotecas en Florencia, los mosaicos en Tunicia, los rascacielos en Nueva York. La exhibición museística es el exponente de un esplendor pasado que continúa vigente. Hay personas, ese raro espécimen que antes se llamaba un erudito, cuya biblioteca constituye un verdadero museo, pues atesora los fundamentos de su propia sabiduría: la recién inaugurada Biblioteca Valenciana de Sant Miquel dels Reis tiene su origen en el legado de Nicolau Primitiu. En cambio, la estantería del cuarto de estar de los demás es perfectamente prescindible: cuando no constituye una penosa muestra de los efectos de la venta a domicilio -esas enciclopedias que nadie leerá- tiene como mucho un mero valor personal -entrañable, es verdad- porque habla de lo que un día nos atrajo y tal vez aún nos interesa.

Pero volviendo a lo nuestro, sabido es que, más que ciencia valenciana, lo que existe son buenos científicos en nuestras universidades y centros de investigación, lo que es distinto; que no se dio propiamente un movimiento ilustrado valenciano con personalidad específica, sino que hubo, claro, grandes ilustrados; que en la actualidad no puede hablarse de un sello valenciano en las artes del espectáculo o en las figurativas, sino una efervescencia que nos sorprende y nos ilusiona a la vez. Bien están los museos como auxiliares pedagógicos, pero no nos engañemos: aquí lo que sobre todo hace falta son medidas que pongan las bases de un desarrollo que sólo mucho después inventariarán nuestros descendientes en forma de museo.

El que no quiera ver el presente esplendor valenciano en los aspectos mencionados está ciego. Pero el que crea que ello nos confiere un sello de marca en el panorama cultural español -ya no digamos en el europeo- está equivocado.

Por desgracia los pintores, los bailarines, los actores, los científicos, los escritores valencianos siguen teniendo que emigrar a Madrid y a Barcelona si quieren hacer carrera. En esto de la cultura y de la ciencia la liga conoce varias divisiones y nosotros, que hace tiempo que jugamos como los de primera, seguimos en segunda. ¿Para cuándo la Compañía Valenciana de Danza, un circuito integrado de teatro que se exporte sistemáticamente a otras regiones, un plan de investigación que coordine y potencie los esfuerzos descoordinados de los distintos centros?

Entiendo perfectamente la tentación de nuestros políticos. Luce más construir museos y espacios culturales que poner las condiciones para que esta comunidad se transforme en una referencia que rompa de una vez el dualismo de la vida cultural española. La querencia de la piedra, de la cinta que se corta y de la placa conmemorativa son muy fuertes. Sin embargo, todo el mundo sabe que el siglo V antes de Cristo fue en Atenas el siglo de Pericles y eso que muchos de sus protegidos se revolvieron contra él. Nadie recuerda en tiempos de qué papa se construyó tal iglesia romana o quién era alcalde de Amberes cuando se hizo la estación de ferrocarril. No empecemos la casa por el tejado: para labrar el campo hay que dejar que los bueyes tiren del carro y no al revés.

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