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Tribuna:
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¿Necesitamos una política cultural?

Ahora que han pasado las elecciones, con toda su furia y su rumor, voy a hacerles una mínima, una intrascendente, confidencia precomicial. Hará cosa de un mes abrí el programa del PSOE y lo fui recorriendo a pie llano hasta que, hacia la página 13, noté que perdía el equilibrio. Acababa de tropezar... con la política cultural de los socialistas en estos albores del 2000.Por supuesto, he de aclarar antes cuáles habían sido mis previsiones. Esperaba encontrarme con una vindicación del Estado como agente insustituible para hacer accesibles al ciudadano los valores culturales básicos; todo ello aliñado, quizá, con un poco de retórica anticonsumista y antiamericana. Pero no, no iban por ahí los tiros. O sólo iban de refilón, porque, aunque se seguía hablando de los valores culturales y de su plausible difusión, lo más notorio, lo más estupefaciente del escrito, residía en su estilo furiosamente tecnocrático. Se hacía referencia a la "producción cultural", se identificaba al mundo de la cultura como un "sector dinámico", y hasta se deslizaban frases tan estupendas como la que sigue: "La materia prima de la producción cultural es la creatividad". En un primer instante no excluí que, por razones de urgencia, o por un equívoco administrativo, se hubiera encomendado la redacción del texto a un experto en trámites agropecuarios, o su equivalente. El cual experto podría haber carecido de sosiego para suprimir los tics anejos a su profesión de origen y adaptar la pluma a los giros y requilorios que se estiman de rigor cuando la cosa va de música o pintura, y no, pongamos, de ganado vacuno o lanar. Pero después llegué a la conclusión de que el asunto era más serio. Nos hallamos... ante una crisis de fondo acerca de cómo ha de entenderse la política cultural dentro de una democracia, ya desde una perspectiva socialista, ya liberal.

Me explico. Contemplada a vista de pájaro, la política cultural no tendría por qué diferir de la industrial o de la agrícola. Lo mismo que éstas, habría de consistir en un conjunto de medidas para la promoción y distribución de unos bienes concretos: a saber, los culturales. Cuando se desciende de las regiones aéreas y pajareras, y se toca tierra, aparece, sin embargo, una diferencia importante. Y es que los bienes culturales interesan... a un número relativamente pequeño de personas. El punto se comprueba sin dificultad comparando los hábitos objetivos del consumidor. Tomo el dato siguiente de The Value of Culture (Amsterdam University Press, 1996), donde Arjo Klamer, titular de la Cátedra de Economía del Arte y de la Cultura de la Universidad Erasmus de Holanda (única en su género que existe en el mundo), coordina varios trabajos de economistas e historiadores del arte. En una tabla -página 16- se comparan las cantidades que holandeses y estadounidenses gastan, respectivamente, en arte (museos, teatro, ópera, ballet, conciertos de música clásica), zapatos y café (datos del 88). Para los holandeses, la proporción es ésta: el doble en café que en zapatos y el triple que en arte. Se desconoce cuánto gastan los estadounidenses en café, pero consta que se gastan en zapatos bastante más del doble que en arte. El arte, en fin, ocupa un lugar muy secundario en los hábitos de consumo del ciudadano medio, incluido el de un país tan culto como Holanda. Ello plantea una pregunta que formularé con brutalidad deliberada: ¿por qué destinar parte del presupuesto a la satisfacción de unas necesidades -las culturales- que los presuntos beneficiarios no experimentan como tales?

En la práctica, se ha respondido mediante un movimiento doble. De un lado, se ha postulado que el ciudadano era, en algunos aspectos, un menor de edad, y que debía ser iniciado, lo deseara o no, en los valores incuestionables de la alta cultura. Paralelamente, y en segundo lugar, ha existido cierto consenso sobre la naturaleza de esos valores incuestionables, y de resultas, sobre la dirección que procedía imprimir al gasto. Pero lo que antes estaba claro, ya no lo está tanto. Centrémonos, primero, en la minoría de edad del ciudadano.

Dicha minoría era asumible en las democracias recién salidas de los modelos censitarios del parlamentarismo decimonónico, en las que aún perduraba, implícita, la noción de un peralte, o una diferencia, entre los de arriba y los de abajo. En ese contexto, la política cultural, aunque modestísima en término reales, se prestaba a ser concebida como una variable más dentro de la política educativa en sentido amplio. Ahora bien, basta darse un garbeo por ahí y observar el comportamiento de los partidos para caer en la cuenta de que el paisaje se ha alterado dramáticamente. El proceso democrático y el aumento de la riqueza han convertido a los partidos en máquinas redistributivas que compiten entre sí por ver quién ofrece más al votante. Su lenguaje recuerda más al que emplean las marcas comerciales en un mercado abierto que a la oratoria sacra de las organizaciones elitistas e ideologizadas de otros tiempos. En circunstancias tales se hace difícil, muy difícil, trepar hasta el púlpito para predicar la buena doctrina, ya cultural, ya del tipo que fuere. A este conflicto interno, probablemente percibido sólo de modo confuso, atribuyo la extravagancia elocutiva del folleto socialista. El autor sintió que no podía decir lo de siempre y, víctima de un fenómeno no desemejante al de la represión freudiana, envolvió el mensaje cultural... en las galas y ringorrangos de la cháchara tecnocrático-quinquenal.

Pasemos al segundo punto, el de la indefinición creciente de la cultura. Duchamp, sibilinamente, según cuadra a su estilo, y Beuys, Warhol o Donald Judd, de modo más directo y tontorrón, han afirmado que no existen principios objetivos en el campo de la creación, y que hasta el más tonto tiene derecho a decir que también él sabe hacer relojes. Ello dificulta extraordinariamente, por razones obvias, la labor del funcionario cultural, el cual necesita explicar en qué se gasta los cuartos, o, acudiendo a la jerga del gremio, cuáles son las partidas que le sirven para ejecutar el presupuesto. Así las cosas, ¿cómo salir del atolladero?

Probemos a tender la visual desde un ángulo radicalmente distinto: el ultraliberal. Por "ultraliberal" entiendo la doctrina que delega en el mercado todos los procesos de decisión colectiva. La doctrina ultraliberal semeja resolver el problema, o mejor, disolverlo. Desaparece la pejiguera de la declinante autoridad moral del Estado, que coge el portante y se va con viento fresco. Y desaparece también la otra dificultad, la de cómo proteger, o promocionar, unos bienes sobre cuya calidad o mérito intrínseco ha dejado de existir la unanimidad. El ultraliberal, en efecto, concibe un bien cultural como cualquier otro bien económico, y cifra su conserva-Pasa a la página siguiente

ción y distribución en las pulsiones del mercado. No hay manera más sencilla, más limpia, de liquidar el contencioso de la cultura en una sociedad democrática y horra de jerarquías.

Y sin embargo... a mí no me contenta la respuesta ultraliberal. Y no porque me inspire reservas materiales, esto es, no porque piense que en un régimen de libre mercado fueran a correr peligro las catedrales, las partituras originales de Brahms, o el sánscrito en su versión académica, sino por una razón teórica y, a la par que teórica, ética. Y es que, si bien es cierto que el mercado nos orienta, insuperablemente, acerca de las preferencias de la gente, no resulta, por contra, evidente que las preferencias de la gente apunten, por fuerza, hacia lo que es culturalmente valioso. Lo que es culturalmente valioso se parece, más bien, a lo que es verdad en ciencia: y en orden a saber lo que es verdad en ciencia, lo más directo, aparte de observar la naturaleza, consiste en acudir a los criterios profesionales de quienes entienden de ciencia. O sea, los propios científicos. El paralelo, en el campo de la cultura, nos vendría dado por los expertos, los creadores y los aficionados "auténticos" al arte, la música o las bellas letras. O lo que es lo mismo, la Comunión de los Santos en versión secular y moderna. Jan Pen, un economista, ha concedido cándidamente este punto al reconocer que la única alternativa clara a la visión democrática, utilitarista y subjetivista -o relativista- que subyace a la interpretación económica de la cultura es una contravisión de cuño aristocraticista. La idea de que hay gente que tiene mejor gusto o tino que otra, y que es esta gente la que ha de fijar lo que es culturalmente enjundioso. Si no pasamos por el aro tendremos que decir, como William D. Grampp, en su Pricing the Priceless (Basic Books, 1989), que "una cosa es arte cuando la gente dice que lo es y está dispuesta además a pagar por ello" -página 201-. Ello colocaría a Botero por encima de pintores mucho mejores que Botero, a Julio Verne por delante de Flaubert y a Los jardines de Aranjuez en situación de ventaja sobre La consagración de la primavera, de Stravinsky. Y esto, la verdad, es un poco duro de tragar. O, si prefieren, resulta profundamente desmoralizador.

Existe, por fortuna, una solución de compromiso. Consiste en suspender el juicio práctico frente a las formas de expresión que se sitúan más allá de toda categoría estable, y restringir los recursos a lo que es medible o está mínimamente asentado. Esto ha sido ya defendido por David Carrier en el libro que lleva por título Artwriting (Amherst, 1988). Tras dividir el arte en dos tipos, el que suscita el consenso de los historiadores y el rompedor y saltimbanqui, Carrier sostiene que en el segundo caso sólo resta un criterio para determinar el valor de una obra: el que viene dado por su cotización en un juego cuyos protagonistas son las galerías, los críticos involucrados en la promoción económica de los artistas, el publicismo comercial y, por supuesto, el cliente. De aquí parece desprenderse que Dios aprieta, pero no ahoga, y que el Estado podría echar su cuarto a espadas por preservar un Goya, un Matisse o un Kandinsky, y dejar que los especuladores se pongan las botas, o se rompan los hocicos, trajinando con las últimas novedades de la temporada.

Lo irónico del asunto es que el arte de Carrier, aquel, quiero decir, cuya única fuente de legitimación es el mercado, depende en realidad, lo mismo que el arte pretérito, o incluso más que el pretérito, del mecenazgo, con el agravante de que el mecenazgo se alimenta ahora de fondos recaudados a través de impuestos. Que es como espetarle al contribuyente: si no quieres caldo, taza y media. En casos como éste, y otros aledaños, no estaría de más agitar el hisopo a fin de que se expanda en derredor una miaja de esencia ultraliberal. No lo digo por cuestión de principios, sino porque siempre produce tristeza que el dinero corra en balde.

Álvaro Delgado-Gal es escritor, director de la revista Libros.

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